El ángel caído
El
ángel se precipitó a tierra, exactamente igual que el satélite ruso que espiaba
los movimientos en el mar de X flota norteamericana y perdió altura cuando
debía ser impulsado a una órbita firme de 950 kilómetros. Exactamente igual,
por lo demás, que el satélite norteamericano que espiaba los movimientos de la
flota rusa, en el mar del Norte y luego de una falsa maniobra cayó a tierra.
Pero mientras la caída de ambos ocasionó incontables catástrofes: la desertización
de parte del Canadá, la extinción de varias clases de peces, la rotura de los
dientes de los habitantes de la región y la contaminación de los suelos
vecinos, la caída del ángel no causó ningún trastorno ecológico. Por ser
ingrávido (misterio teológico acerca del cual las dudas son heréticas) no
destruyó, a su paso, ni los árboles del camino, ni los hilos del alumbrado, ni
provocó interferencias en los programas de televisión ni en la cadena de radio;
no abrió un cráter en la faz de la tierra ni envenenó las aguas. Más bien, se
depositó en la vereda, y allí, confuso, permaneció sin moverse, víctima de un
terrible mareo.
Al
principio, no llamó la atención de nadie, pues los habitantes del lugar, hartos
de catástrofes nucleares, habían perdido la capacidad de asombro y estaban
ocupados en reconstruir la ciudad, despejar los escombros, analizar los
alimentos y el agua, volver a levantar las casas y recuperar los muebles, igual
que hacen las hormigas con el hormiguero destruido, aunque con más melancolía.
—Creo
que es un ángel —dijo el primer observador, contemplando la pequeña figura
caída al borde de una estatura descabezada en la última deflagración. En
efecto: era un ángel más bien pequeño, con las alas mutiladas (no se sabe si a
causa de la caída) y un aspecto poco feliz.
Pasó
una mujer a su lado, pero estaba muy atareada arrastrando un cochecito y no le
prestó atención. Un perro vagabundo y famélico, en cambio, se acercó a solo
unos pasos de distancia, pero se detuvo bruscamente: aquello, fuera lo que
fuera, no olía, y algo que no huele puede decirse que no existe, por tanto no
iba a perder el tiempo. Lentamente (estaba rengo) se dio media vuelta.
Otro
hombre que pasaba se detuvo, interesado, y lo miró cautamente, pero sin
tocarlo: temía que transmitiera radiaciones.
—Creo
que es un ángel —repitió el primer observador, que se sentía dueño de la
primicia.
—Está
bastante desvencijado —opinó el último—. No creo que sirva para nada.
Al
cabo de una hora, se había reunido un pequeño grupo de personas. Ninguno lo tocaba,
pero comentaban entre sí y emitían diversas opiniones, aunque nadie duda de que
fuera un ángel. La mayoría, en efecto, pensaba que se trataba de un ángel
caído, aunque no podían ponerse de acuerdo en cuanto a las causas de su
descenso. Se barajaron diversas hipótesis.
—Posiblemente
ha pecado —manifestó un hombre joven, al cual la contaminación había dejado
calvo.
Era
posible. Ahora bien, ¿qué clases de pecado podía cometer un ángel? Estaba muy
flaco como para pensar en la gula; era demasiado feo como para pecar de
orgullo; según afirmó uno de los presentes, los ángeles carecían de
progenitores, por lo cual era imposible que los hubiera deshonrado; a toda luz,
carecía de órganos sexuales, por lo cual la lujuria estaba descartada. En
cuanto a la curiosidad, no daba el menor síntoma de tenerla.
—Hagámosle
la pregunta por escrito —suspiró un señor mayor que tenía un bastón bajo el
brazo.
La
propuesta fue aceptada y se nombró un actuario, pero cuando este, muy
formalmente, estaba dispuesto a comenzar su tarea, surgió una pregunta
desalentadora: ¿qué idioma hablaban los ángeles? Nadie sabía la respuesta,
aunque les parecía que por un deber de cortesía, el ángel visitante debía
conocer la lengua que se hablaba en esa región del país (que era, por lo demás,
un restringido dialecto, del cual, empero, se sentían inexplicablemente
orgullosos).
Entre
tanto, el ángel daba pocas señales de vida, aunque nadie podía decir, en
verdad, cuáles son las señales de vida de un ángel. Permanecía en la posición
inicial, no se sabía si por comodidad o por imposibilidad de moverse, y el tono
azul de su piel ni aclaraba ni ensombrecía.
—¿De
qué raza es? —preguntó un joven que había llegado tarde y se inclinaba sobre
los hombros de los demás para contemplarlo mejor.
Nadie
sabía qué contestarle. No era ario puro, lo cual provocó la desilusión de
varias personas; no era negro, lo que causó ciertas simpatías en algunos
corazones; no era indio (¿alguien puede imaginar un ángel indio?) ni amarillo:
era más bien azul, y sobre este color no existían prejuicios, todavía, aunque
comenzaban a formarse con extraordinaria rapidez.
La
edad de los ángeles constituía otro dilema. Si bien un grupo afirmaba que los
ángeles siempre son niños, el aspecto
del ángel ni confirmaba ni refutaba esta teoría.
Pero
lo más asombroso era el color de los ojos del ángel. Nadie lo advirtió, hasta
que uno de ellos dijo:
—Lo
más bonito son los ojos azules.
Entonces
una mujer que estaba muy cerca del ángel, le contestó:
—Pero,
¿qué dice? ¿No ve que son rosados?
Un
profesor de ciencias exactas que se encontraba de paso, inclinó la cabeza para
observar mejor los ojos del ángel y exclamó:
—Todos
se equivocan. Son verdes.
Cada
uno de los presentes veía un color distinto, por lo cual, dedujeron que en
realidad no eran de ningún color especial, sino de todos.
—Esto
le causará problemas cuando deba identificarse —reflexionó un viejo funcionario
administrativo que tenía la dentadura postiza y un gran anillo de oro en la
mano derecha.
En
cuanto al sexo, no había dudas: el ángel era asexuado, ni hembra ni varón,
salvo (hipótesis que pronto fue desechada) que el sexo estuviera escondido en
otra parte. Esto inquietó mucho a algunos de los presentes. Luego de una época
de real confusión de sexos y desenfrenada promiscuidad, el movimiento pendular
de la historia (sencillo como un compás) nos había devuelto a la feliz era de
los sexos diferenciados, perfectamente reconocibles. Pero el ángel parecía
ignorar esta evolución.
—Pobre
—comentó una gentil señora que salía de su casa a hacer las compras, cuando se
encontró con el ángel caído—. Me lo llevaría a casa, hasta que se compusiera,
pero tengo dos hijas adolescentes y si nadie puede decirme si se trata de un
hombre o de una mujer, no lo haré, pues sería imprudente que conviviera con mis
hijas.
—Yo
tengo un perro y un gato —murmuró un caballero bien vestido, de agradable voz
de barítono—. Se pondrían muy celosos si me lo llevo.
—Además
habría que conocer sus antecedentes —argumentó un hombre de dientes de conejo,
frente estrecha y anteojos de carey, vestido de marrón—. Quizá se necesite una
autorización—. Tenía aspecto de confidente de la policía, y esto desagradó a
los presentes, por lo cual no respondieron.
—Y
nadie sabe de qué se alimenta —murmuró un hombre simpático, de aspecto muy
limpio, que sonreía luciendo una hilera de dientes blancos.
—Comen
arenques —afirmó un mendigo que siempre estaba borracho y al que todo el mundo
despreciaba por su mal olor. Nadie le hizo caso.
—Me
gustaría saber qué piensa —dijo un hombre que tenía la mirada brillante de los
espíritus curiosos.
Pero
la mayoría de los presentes opinaba que los ángeles no pensaban.
A
alguien le pareció que el ángel había hecho un pequeño movimiento con las
piernas, lo cual provocó gran expectación.
—Seguramente
quiere andar —comentó una anciana.
—Nunca
oí decir que los ángeles andaran —dijo una mujer de anchos hombros y caderas,
vestida de color fucsia y comisuras estrechas, algo escépticas—. Debería volar.
—Este
está descompuesto —le informó el hombre que se había acercado primero.
El
ángel volvió a moverse casi imperceptiblemente.
—Quizá
necesite ayuda —murmuró un joven estudiante, de aire melancólico.
—Yo
aconsejo que no lo toquen. Ha atravesado el espacio y puede estar cargado de radiación
—observó un hombre vivaz, que se sentía orgulloso de su sentido común.
De
pronto, sonó una alarma. Era la hora del simulacro de bombardeo y todo el mundo
debía correr a los refugios, en la parte baja de los edificios. La operación
debía realizarse con toda celeridad y no podía perderse un solo instante. El
grupo se disolvió rápidamente, abandonando al ángel, que continuaba en el mismo
lugar.
En breves segundo la ciudad quedó vacía, pero
aún se escuchaba la alarma. Los automóviles habían sido abandonados en las
aceras, las tiendas estaban cerradas, las plazas vacías, los cines apagados,
los televisores mudos. El ángel realizó otro pequeño movimiento.
Una
mujer de mediana edad, hombros caídos, un viejo abrigo rojo que alguna vez había
sido extravagante se acercaba por la calle, caminando con tranquilidad, como si
ignorara deliberadamente el ruido de las sirenas. Le temblaba algo el pulso,
tenía una aureola azul alrededor de los ojos y el cutis era muy blanco,
bastante fresco, todavía. Había salido con el pretexto de buscar cigarrillos,
pero una vez en la calle, consideró que no valía la pena hacer caso de la
alarma, y la idea de dar un paseo por una ciudad abandonada, vacía, le pareció
muy seductora.
Cuando
llegó cerca de la estatua descabezada, creyó ver un bulto en el suelo, a la
altura del pedestal.
—¡Caramba!
Un ángel —murmuró.
Un
avión pasó por encima de su cabeza y lanzó una especie de polvo de tiza. Alzó
los ojos, en un gesto instintivo, y luego dirigió la mirada hacia abajo, al
mudo bulto que apenas se movía.
—No
te asustes —le dijo la mujer al ángel—. Están desinfectando la ciudad. El polvo
le cubrió los hombros del abrigo rojo, los cabellos castaños que estaban un
poco descuidados, el cuero sin brillo de los zapatos algo gastados.
—Si
no te importa, te haré un rato de compañía —dijo la mujer, y se sentó a su
lado. En realidad, era una mujer bastante inteligente, que procuraba no
molestar a nadie, tenía un gran sentido de su independencia pero sabía apreciar
una buena amistad, un buen paseo solitario, un buen tabaco, un buen libro y una
buena ocasión.
—Es
la primera vez que me encuentro con un ángel —comentó la mujer, encendiendo un
cigarrillo. Supongo que no ocurre muy a menudo.
Como
imaginó, el ángel no hablaba.
—Supongo
también —comentó— que no has tenido ninguna intención de hacernos una visita.
Te has caído, simplemente, por algún desperfecto de la máquina. Lo que no
ocurre en millones de años ocurre en un día, decía mi madre. Y fue a ocurrirte
precisamente a ti. Pero te darás cuenta de que fuera el que fuera el ángel
caído, habría pensado lo mismo. No pudiste, con seguridad, elegir el lugar.
La
alarma había cesado y un silencio augusto cubría la ciudad. Ella odiaba ese
silencio y procuraba no oírlo. Dio una nueva pitada al cigarrillo.
—Se
vive como se puede. Yo tampoco estoy a gusto en este lugar, pero podría decir
lo mismo de muchos otros que conozco. No es cuestión de elegir, sino de
soportar. Y yo no tengo demasiada paciencia, ni los cabellos rojos. Me gustaría
saber si alguien va a echarte de menos. Seguramente alguien habrá advertido tu
caída. Un accidente no previsto en la organización del universo, una alteración
de los planes fijados, igual que la deflagración de una bomba o el escape de
una espita. Una posibilidad en billones, pero de todos modos, sucede, ¿no es
cierto?
No
esperaba una respuesta y no se preocupaba por el silencio del ángel. El
edificio del universo montado sobre la invención de la palabra, a veces, le
parecía superfluo. En cambio, el silencio que ahora sobrecogía la ciudad lo
sentía como la invasión de un ejército enemigo que ocupa el territorio como una
estrella de innumerables brazos que lentamente se desmembra.
—Notarás
en seguida —le informó al ángel— que nos regimos por medidas de tiempo y de
espacio, lo cual no disminuye, sin embargo, nuestra incertidumbre. Creo que ese
será un golpe más duro para ti que la precipitación en tierra. Si eres capaz de
distinguir los cuerpos, verás que nos dividimos en hombres y mujeres, aunque
esa distinción no revista ninguna importancia, porque tanto unos como otros
morimos, sin excepción, y ese es el acontecimiento más importante de nuestras
vidas.
Apagó
su cigarrillo. Había sido una imprudencia tenerlo encendido, durante la alarma,
pero su filosofía incluía algunos desacatos a las normas, como forma de la
rebeldía. El ángel esbozó un pequeño movimiento, pero pareció interrumpirlo
antes de acabarlo. Ella lo miró con piedad.
—¡Pobrecito!
—exclamó—. Comprendo que no te sientas demasiado estimulado a moverte. Pero el
simulacro dura una hora, aproximadamente. Será mejor que para entonces hayas
aprendido a moverte, de lo contrario, podrás ser atropellado por un auto,
asfixiado por un escape de gas, arrestado por provocar desórdenes públicos e
interrogado por la policía secreta. Y no te aconsejo que te subas al pedestal
(le había parecido que el ángel miraba la parte superior de la columna como si
se tratara de una confortable cuna), porque la política es muy variable en
nuestra ciudad, y el héroe de hoy es el traidor de mañana. Además, esta ciudad
no eleva monumentos a los extranjeros.
De
pronto, por una calle lateral, un compacto grupo de soldados, como escarabajos,
comenzó a desplazarse, ocupando las veredas, la calzada y reptando por los
árboles. Se movían en un orden que, con toda seguridad, había sido estudiado
antes y llevaban unos cascos que irradiaban fuertes haces de luz.
—Ya
están estos —murmuró la mujer, con resignación—. Seguramente me detendrán otra
vez. No sé de qué clase de cielo habrás caído tú —le dijo al ángel—, pero
estos, ciertamente, parecen salidos del fondo infernal de la tierra.
En
efecto, los escarabajos avanzaban con lentitud y seguridad.
Ella
se puso de pie, porque no le gustaban que la cogieran por sorpresa ni que la
tocaran demasiado. Extrajo de su bolso el carnet de identificación, la cédula
administrativa, el registro de vivienda, los bonos de consumo y dio unos pasos
hacia adelante, con resignación.
Entonces
el ángel se puso de pie. Sacudió levemente el polvo de tiza que le cubría las
piernas, los brazos, e intentó algunas flexiones. Después se preguntó si
alguien echaría de menos a la mujer que había caído, antes de ser introducida
con violencia en el coche blindado. (740-746).
El cuento hispanoamericano. Antología
crítico-histórica (1964), Seymour Menton
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