EL ENCUENTRO
Ch’ienniang
era la hija del señor Chang Yi, funcionario de Hunan. Tenía un primo llamado
Wang Chu, que era un joven inteligente y bien parecido. Se habían criado
juntos, y como el señor Chang Yi quería mucho al joven, dijo que lo aceptaría
como yerno. Ambos oyeron la promesa y como ella era hija única y siempre
estaban juntos, el amor creció día a día. Ya no eran niños y llegaron a tener
relaciones íntimas. Desgraciadamente, el padre era el único en no advertirlo.
Un día un joven funcionario le pidió la mano de su hija. El padre, descuidando
u olvidando su antigua promesa, consintió. Ch’ienniang, desgarrada por el amor
y por la piedad filial, estuvo a punto de morir de pena, y el joven estaba tan
despechado que resolvió irse del país para no ver a su novia casada con otro.
Inventó un pretexto y comunicó a su tío que tenía que irse a la capital. Como
el tío no logró disuadirlo, le dio dinero y regalos y le ofreció una fiesta de
despedida. Wang Chu, desesperado, no cesó de cavilar durante la fiesta y se
dijo que era mejor partir y no perseverar en un amor sin ninguna esperanza.
Wang
Chu se embarcó una tarde y había navegado unas pocas millas cuando cayó la
noche. Le dijo al marinero que amarrara la embarcación y que descansaran. No
pudo conciliar el sueño y hacia la media noche oyó pasos que se acercaban. Se
incorporó y preguntó: “¿Quién anda a estas horas de la noche?” “Soy yo, soy
Ch’ienniang”, fue la respuesta. Sorprendido y feliz, la hizo entrar en la
embarcación. Ella le dijo que había esperado ser su mujer, que su padre había
sido injusto con él y que no podía resignarse a la separación. También había
temido que Wang Chu, solitario y en tierras desconocidas, se viera arrastrado
al suicidio. Por eso había desafiado la reprobación de la gente y la cólera de los
padres y había venido para seguirlo adonde fuera. Ambos, muy dichosos,
prosiguieron el viaje a Szechuen.
Pasaron
cinco años de felicidad y ella le dio dos hijos. Pero no llegaron noticias de
la familia y Ch’ienniang pensaba diariamente en su padre. Esta era la única
nube en su felicidad. Ignoraba si sus padres vivían o no y una noche le confesó
a Wang Chu su congoja; como era hija única se sentía culpable de una grave
impiedad filial. —Tienes un buen corazón de hija y yo estoy contigo —respondió
él—. Cinco años han pasado y ya no estarán enojados con nosotros. Volvamos a
casa—. Ch’ienniang se regocijó y se aprestaron para regresar con los niños.
Cuando
la embarcación llegó a la ciudad natal, Wang Chu le dijo a Ch’ienniang: —No sé
en qué estado de ánimo encontraremos a tus padres. Déjame ir solo a averiguarlo—.
Al avistar la casa, sintió que el corazón le latía. Wang Chu vio a su suegro,
se arrodilló, hizo una reverencia y pidió perdón. Chang Yi lo miró asombrado y
le dijo: —¿De qué hablas? Hace cinco años que Ch’ienniang está en cama y sin
conciencia. No se ha levantado una sola vez.
—No
estoy mintiendo —dijo Wang Chu—. Está bien y nos espera a bordo.
Chang
Yi no sabía qué pensar y mandó dos doncellas a ver a Ch’ienniang. A bordo la
encontraron sentada, bien ataviada y contenta; hasta les mandó cariños a sus
padres. Maravilladas, las doncellas volvieron y aumentó la perplejidad de Chang
Yi. Entre tanto, la enferma había oído las noticias y parecía ya libre de su
mal y había luz en sus ojos. Se levantó de la cama y se vistió ante el espejo.
Sonriendo y sin decir una palabra, se dirigió a la embarcación. La que estaba a
bordo iba hacia la casa y se encontraron en la orilla. Se abrazaron y los dos
cuerpos se confundieron y sólo quedó una Ch’ienniang, joven y bella como
siempre. Sus padres se regocijaron, pero ordenaron a los sirvientes que
guardaran silencio, para evitar comentarios.
Por
más de cuarenta años, Wang Chu y Ch’ienniang vivieron juntos y felices.
Cuento
de la dinastía Tang, 618-906 a. C.
Comentarios
Publicar un comentario