Por
fin los padres se callaron. Y la noche empezó a sonar con un zumbido enorme. Y
el ruido de los autos y de los caminantes volviose cada vez más espaciado. Y
fue la hora del insomnio. De la perfecta lucidez del insomnio. La hora de los abismos y de la angustia. Y entonces se vio como si fuera otra persona.
Y sufrió y compadeció a esa otra persona que era ella misma. Vio su situación
nítidamente: el túnel taponado, el callejón sin salida, esa vida consagrada a
enterrar a ese par de viejos, seres de otro tiempo, como ella, a los cuales ya
solo los unía el recuerdo del amor. Después de ellos vendría lo negro, la noche
cierta, no habría tiempo para más. Entonces tuvo la imperiosa necesidad de
rezar aquella oración pagana que era solamente suya, y no al Cristo de los
cielos sin misericordia. Cerró los ojos en la oscuridad y se acogió con unción
a ese clamor interior, a ese recogimiento, a esa interiorización profunda que
la volcó sobre sí misma, que la volcó hacia adentro dejándola encontrar su
propio silencio, su propia oscuridad, los verdaderos y no los falsos de afuera.
Así pudo pensar en ese país lejano del que no sabía nada, excepto que era
lejano y acaso cálido, y en el que solo a veces conseguía pensar.
De
tal arrobamiento la sacó el primer pitazo del tren. Fue tan lejano que en
principio creyó que era solamente una idea. Pero el pitazo volvió a sonar. Se
levantó de un salto y empezó a vestirse. Y no tuvo tiempo para el miedo, porque
dentro de su alma hubo un vuelco que fue como el súbito vuelco de una balanza
que se inclinara hacia el lado imprevisto, y tampoco tuvo tiempo de acudir al
clóset, ni de llevarse nada de allí, pues el tren se acercaba ya, vertiginosamente,
entre resoplidos de vapor y el estruendo de la contundente maquinaria que
golpeaba y tableteaba como los mismos alocados ritmos de su corazón, que eran
también los de su respiración acezante, todo eso mientras corría por la casa
para alcanzar ese tren que venía por ella, que venía por ella era indudable,
pues ya lo oía acercarse y reducir sus veloces émbolos, y aplicar los frenos y
desacelerar la marcha, en tanto que ella dejaba de correr y caminaba, ya casi
normalmente, y se daba modos para arreglarse la blusa y pasarse la mano por el
pelo, justo en el momento en que llegaba ya a la puerta de calle y la abría.
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