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"Muertos" - José B. Adolph

Muertos


En la noche del 6 de julio, Diego y Maritza, luego de un incómodo encuentro erótico en el parque del Olivar, tropezaron, al pasar junto a unos arbustos, con un cadáver.
Inicialmente pensaron que se trataba de otra pareja; la iluminación era escasa. Al notar Diego (“vamos, no te metas”, dijo Maritza) que solo era un cuerpo, dedujeron: un borracho dormido. Pero Diego, curioso, miró con mayor atención: le incomodó la inmovilidad de ese cuerpo masculino, totalmente (mal) vestido. Lo tocó. (“Oye, ¿qué haces?”, preguntó Maritza).
“Vámonos”, dijo Diego, incorporándose rápidamente.
“¿Está muerto?”, preguntó una alarmada Maritza.
“Sí.”
Diego y Maritza caminaron velozmente hacia la avenida Arequipa. No comentaron el hecho hasta que Diego la dejó a la puerta de su casa en Miraflores.
“¿Saldrá en el periódico?”, preguntó Maritza.
No salió.


Doña Juana de la Encarnación Raygada salía de una breve oración el iglesia de San José, en Jesús María, a las siete y media de la noche del 6 de julio. Garuaba lentamente sobre la plaza y los kioskos iluminados que rodeaban el mercado. Doña Juana giró en dirección contraria, hacia la avenida Cuba, que termina a pocos metros. Su casa queda en el jirón Huáscar. Al pasar junto a un jardincito, ante un pequeño chalet, vio lo que creyó era un mujer dormida sobre la hierba. Se la quedó mirando, y recuerda haber pensado que ahora hasta las mujeres se emborrachan en público. Pero la extraña postura del cuerpo la intrigó; quizá removió en ella alguna memoria genética o, más sencillamente, pensó que este hallazgo nutriría su inacabable hambre de noticias del barrio: la mujer yacente podría ser alguien conocido. Empujó la puertita de la verja, se inclinó sobre la mujer, la tocó.
Doña Juana comenzó a gritar.


El guardia de la policía nacional Teodosio Anicama López hacía sus rondas en las cercanías de la Universidad Cayetano Heredia, en la avenida Honorio Delgado, cuando, junto a la verja del edificio universitario, observó un cuerpo yacente, en posición fetal. Se lo comentó a un colega, guardia José Asunción Raygada Coquis. Se acercaron y, tras una breve revisión, concluyeron que el desconocido —a quien describieron como “mestizo, de unos 45 años de edad, corpulento, sin heridas aparentes” — estaba muerto. Mientras uno de ellos quedaba de guardia junto al occiso, el otro –Teodosio Anicama- enrumbó a la comisaría correspondiente, donde informó y asentó el hecho. El cadáver fue recogido poco después y llevado, extrañamente, por unos hombres uniformados de camuflaje a un lugar que no determinaron. Adujeron (y mostraron) órdenes de una superioridad que, después, le pareció confusa a Anicama.
Le sorprendió, aunque no demasiado, que a la tarde siguiente, al iniciar su nuevo turno, la página correspondiente del libro hubiese desaparecido. El guardia Anicama, un hombre ya mayor, había visto muchas cosas raras en su carrera, y había aprendido a no hacer demasiadas preguntas.


El taxista ocasional Carlos Felipe Newell Arostazaga, 52, de profesión contador, observó en plena avenida Wilson, el 6 de julio a las once y media de la noche, a unos hombres con la cara cubierta por pasamontañas negros y pardos (no está muy seguro de los colores) y uniforme de camuflaje, que levantaban a un hombre aparentemente muerto y lo lanzaban sobre la plataforma de una camioneta pick-up negra y partían rumbo a la avenida Tacna. Una cuadra más allá, el señor Newell pensó comunicárselo a un guardia de tránsito; lo pensó mejor.
Solo le complicaría la vida, y ya tenía suficientes preocupaciones.


Pero Angélica López Castillo, 29, secretaria ejecutiva de Importaciones Franklin, Miguel Dasso 292, oficina 506, San Isidro, quien al salir de su centro de trabajo a las siete y media de la noche del 6 de julio, agotada por el sobretiempo, había visto a una anciana supuestamente muerta a la entrada del edificio, sí buscó un policía.
Lo encontró en la puerta de uno de los bancos de la zona. Al transmitirle la notica de su hallazgo, el guardia le respondió que estaba de servicio en ese lugar y que no podía abandonarlo; le recomendó llamar a radiopatrulla. La señorita López se tomó la molestia (comenzando ya a arrepentirse) de volver a su edificio, bordear a la muerta (ya no dudada del estado de la mujer acurrucada), subir a la oficina 506 y telefonear a la central policial indicada. Seis minutos después, al no recibir respuesta alguna, colgó.
Hizo un gesto de forzada indiferencia, bajó nuevamente, y cruzó al lado de la anciana muerta para dirigirse a su pequeño Volkswagen. No volvió a mirar al cadáver.
Comentó el asunto a su madre, en casa, y luego pasaron a hablar de los precios en los mercados. A la mañana siguiente, la entrada al edificio Miguel Dasso estaba impecable, como siempre.


El 7 de julio en la mañana, en microbuses, oficinas, talleres, colegios y mercados, lo que comenzó como un comentario se fue convirtiendo en el creciente zumbido de la preocupación colectiva. Algunas de las frases más usuales comenzaban “¿Tú también?”. Nadie esperaba, en realidad, que los diarios publicaran, a estar alturas, una noticia tan minúscula como la del hallazgo de un cadáver en las calles de Lima. Pero conforme los dialogantes descubrían que la estadística empezaba a interesarse por lo que cada cual había tomado por un caso individual, una cierta intranquilidad encarnó en las miradas, los gestos y las palabras. Un muerto es solo un muerto, pero muchos muertos abren las puertas al misterio, a la implicancia, a las consecuencias que sobrepasan la muerte y se reinsertan en la vida de los que quedan.
También los periodistas en diarios, revistas, radioemisoras y estaciones de televisión —muchos de los cuales habían visto a uno o más muertos la noche anterior, habían informado, entregado sus notas y esperado—, comenzaron a preocuparse en serio cuando llegaron cada vez más llamadas telefónicas; las comisarías guardaban silencio al ser llamadas (“No tenemos información”).
Algunos comentaristas editoriales comenzaban a escribir. No sabían todavía que, al día siguiente, no aparecerían sus preguntas a las autoridades; habían sido reemplazadas por editoriales anodinos, que llegaron a la dirección poco antes del cierre. El 8 de julio nadie publicaría nada sobre los muertos. Ni siquiera había manera de cuantificarlos, pero Pedro Flores Gómez de Vergara, jede de editorial del más respetado diario de la ciudad, estaba seguro de que tenían que ser centenares, si no más, sencillamente atando cabos y sumando testimonios.
“¿Quién mandó esos editoriales sobre el medio ambiente?”, preguntó el secretario de la dirección a su jefe, en La Verdad, en la tarde del 8 de julio. Solo obtuvo la siguiente respuesta: “Vinieron de allá”, con un alzarse de hombros y un gesto con el pulgar en una dirección más bien suroeste. Varias deducciones eran posibles. El secretario las hizo todas.
En general, los aproximadamente siete millones de limeños hicieron lo posible por olvidar el asunto: las emergencias nacionales tienen su propia ley, su propio ritmo, y su propia autocensura. Los periodistas fruncieron el ceño, eso sí, cuando comenzaron a rebotar los cables internacionales que aludían a “misteriosas muertes” y al silencio de las autoridades y, más extrañamente, de los medios de comunicación “pese a la libertad de prensa evidente el país”.
Y, por cierto, como confirmando lo anterior, el diario dirigido por el gringo Perkins que no se casaba con nadie, según solía decir— publicó en primera página esos cables. El 9 de julio en la mañana, un grupo de funcionarios y técnicos de la Dirección de Contribuciones del Ministerio de Economía y Finanzas se presentó en la gerencia del diario del loco Perkins; pidieron ver los libros. No sonreían; Perkins y su gerente general tampoco. (“El viejo truco”, murmuró Perkins, sacudiendo sus rizos dorados.)
El intenso ajetreo de Perkins en los días siguientes tuvo éxito; la multa y embargo fueron reemplazados por una amonestación y prórroga; el diario continuó saliendo. Pero no hubo más referencias al 6 de julio.


Hoy, 10 de agosto, al anochecer, al llegar a mi casa, vi uno de esos cadáveres en la puerta de mi garaje, recostado casi como si estuviese durmiendo. Frente a mi oficina, ya había visto a una mujer muerta. Entré, saludé a mi mujer y a los chicos; cenamos, vimos televisión.
Apagué el aparato cuando se anunciaron las noticias.

En Diario del sótano (1996, 47-51), de José B. Adolph 

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