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"La otra cara de la moneda" - Harry Belevan

La otra cara de la moneda

Dos textos… inspiraron la empresa. Uno es aquel fragmento filológico de Novalis… que esboza el tema de la total identificación con un autor determinado.
J. L. Borges

Aquel día de marzo de 19…, al regresar a su departamento en el último tranvía de la tarde de ese bello paseo liberador en el campo, el señor Samsa y su sufrida familia se dieron con la tremenda sorpresa de que el bicho, ese mismo que supuestamente había muerto por la mañana y que, al decir de la sirvienta, había sido incluso arrojado a la basura, se agazapaba debajo de la mesa del comedor, emitiendo agudos silbos que acompasaban a destiempo su agitada respiración. Cuando Greta lo reconoció no pudo evitar asirse con toda fuerza del brazo de su padre apartando su mirada de aquel objeto que la asqueaba, mientras que la madre, casi desfallecida, cubriéndose la boca con las manos, parecía súbitamente resignada a que los bellos proyectos que los tres habían hecho durante el día jamás se realizarían: la mudanza a un departamento más pequeño, menos costoso, la búsqueda de un mozo honrado y trabajador para Greta, el alivio al sufrimiento inmerecido causado por la metamorfosis del hijo, todo se derrumbaba como soplado por esa fuerte respiración animal que subía de bajo la mesa. En cuanto al padre, que en otra ocasión habría actuado con firmeza y decisión, tal era el desconcierto que lo embargaba que no mostró ni siquiera un gesto de rechazo. Así permanecieron un buen tiempo los tres hasta que el bicho, que había emprendido la retirada al momento de ver a sus tres familiares entrar, desapareció por completo en la oscuridad de su habitación.
Cerró entonces el señor Samsa la puerta de calle tras de sí y, abrumado por el peso de tal fatalidad, se sentó a la mesa encajando entre sus manos un rostro desfigurado por una súbita resignación que sintió infinitamente más poderosa que él. Greta corrió a la puerta del cuarto de su hermano y la cerró con doble llave. Se sentó luego al lado de su madre que parecía envuelta en la somnolencia de un dolor metafísico.
Así permanecieron los tres un largo tiempo, enfrascados en un silencio que ni los espaciados ruidos de la tranquila pero urbana Charlottenstrasse interrumpían. No buscaron explicación alguna al suceso (por ejemplo, la contradicción evidente entre la muerte constada de la mañana y la reaparición de Gregorio esa misma tarde), pues la desgracia familiar era de tal magnitud que un elemento negativo más —pensaron— en nada alteraría el fatídico orden de las cosas que les había tocado vivir y del cual, ingenuamente, habían creído haber escapado en ese día campestre con proyectos y planes esbozados artificialmente.
A su regreso de la cocina de donde venía con tres platos humeantes de un caldo recién hervido, Greta se atrevió a alterar ese silencio: —Padres, ¡me voy! ¡No aguanto más esto! —dijo con una voz pesada y gruesa, pero apática, grisácea.
La madre pareció no escucharla pues ni siquiera levantó la mirada (aunque bien podía ser que estuviese entrampada en pensamiento circulares, como atrapada en esas calles sin salida por donde, con frecuencia, solía transitar mentalmente desde la infausta metamorfosis). El padre, sin embargo, aprovechó para, en voz baja y entrecortada, resumir la situación y encontrar pronta solución —¡si la había! — a esa tragedia que rebasaba esa noche los límites mismos de lo tolerable.
—No digas eso, Greta —replicó el padre, inclinándose sobre la mesa—. Olvidas que yo soy el jefe de este hogar y que yo tomaré las decisiones.
Esta primera frase pareció el señor Samsa dirigírsela más a él que a su hija, pues la pausa con que la prolongó fue como un lapso que se concedió para meditar. Transcurrido otro prolongado silencio durante el cual Greta terminó de poner la mesa, el señor Samsa detuvo súbitamente a medio camino entre la boca y el plato una cucharada de caldo para, con convicción, anunciar su decisión final: —¡Nos vamos! —dijo con serenidad y sin dudar; y buscando la mirada aprobatoria de su familia, añadió: —¡Sí! Mañana mismo, al regreso del trabajo, me pongo a buscar otra vivienda. ¡Cualquier cosa! Un departamento lejos de acá, si es posible fuera de la ciudad. ¡Y tú, Greta, haces lo mismo!
Les pareció por un momento que regresaba algo del entusiasmo del día si bien la señora Samsa no participaba de este forzado optimismo, aunque tampoco lo desaprobaba por las ganas con que comió. Esa noche se quedaron hablando, el señor Samsa y su hija, hasta bien tarde, sin importarles si podían o no ser oídos desde la otra habitación en donde suponían a Gregorio, pegoteado, escuchando tras la puerta (si es que aún, claro está, conservaba el sentido auditivo…).
Escasos días transcurrieron hasta que encontraron los tres un nuevo alojamiento, mientras que los proyectos se desarrollaban evadiendo el espinoso asunto del traslado del bicho, hasta cuando Greta lo abordó con una pregunta que, por su sencillez, ponía de manifiesto el peso ineluctable del asunto. No obstante, viendo a su padre desanimarse con la sola mención del nombre de Gregorio e intuyendo que, por lo mismo, le faltarían fuerzas para buscar la solución más apropiada, Greta se apresuró en contestarse a sí misma.
—Mal podemos dejarlo aquí. ¡Sería ganarnos un escándalo con el dueño! Tampoco podemos… eliminarlo… ¡Es Gregorio, padre, mi hermano, tu hijo! Si pudiéramos llevarlo al sótano del edificio, sabes, ese cuarto abandonado al lado de las calderas donde a veces me escapaba para jugar cuando pequeña. Nadie ha entrado allí jamás; nadie entrará, estoy segura. ¡Sí, eso es, padre! ¡Allí estará bien! Por lo demás, vemos que Gregorio no necesita comer, no lo hace de tiempo atrás. Debe nutrirse de… —. Y no se atrevió Greta a completar su idea en la que, quién sabe, Gregorio aparecía cazando insectos al vuelo o extrayéndolos de los zócalos y las ranuras del piso, por la estremecedora mirada que le clavó su padre.
Aprobada la resolución, el asunto de cómo capturarlo fue también materia de una cuidadosa estrategia. Pensaron padre e hija en diversas modalidades, todas ellas fruto del temor que les producía ese ser ahora extraño que se llamaba Gregorio. Y fue la hija nuevamente quien, esforzándose por encontrar la solución más sencilla, propuso lo que resultó en efecto el medio de traslado más adecuado. Supuso Greta que el hermano aún guardaba una cierta racionalidad (¿no lo demostraba, acaso, arrastrándose velozmente hacia su habitación cuando los veía?) y, si bien ya no podía hablar y le sería difícil entender a sus familiares, al ver Gregorio una cesta vacía en su habitación, tarde o temprano se treparía en ella.
El fastidio de los rígidos turnos para, a través de la cerradura, espiar a Gregorio en el preciso momento en que lo haría tuvo, finalmente, su esperada recompensa: cuando Greta lo vio bien encorvado dentro del recipiente llamó de inmediato a su padre con quien, premunidos de una espuerta más grande, ingresó al cuarto casi por asalto cubriendo con esta la primera cesta. Sintieron gemidos y movimientos laterales y por un momento, con el temor y la incertidumbre en sus gestos toscos, torpes, vivieron ambos un idéntico sentimiento de depravación, de maldad, que los invadió por completo, avergonzándolos de lo que sentían como un crimen, como un fratricidio y un filicidio en simultáneo.
***
Gregorio Samsa despertó con una extraña sensación de frío en las pocas patas que aún se agitaban, descontroladas, al contacto con un suelo de piedra que le era desconocido. Pero, puesto que hacía tiempo que sus extremidades habían dejado de funcionarle, le sorprendió gratamente descubrir que aún tenía sensibilidad en ciertas partes de su cuerpo. También sintió que por la cicatriz que le había dejado aquella manzana incrustada en el dorso, el frío se escurría. Giró entonces con enorme dificultad todo su cuerpo y percibió un tenue rayo de luz que se filtraba por una mirilla al otro extremo de donde se encontraba. Horas debió tomarle —esas horas, ese tiempo que ni contaban para él— llegar hasta el tragaluz, y en el caminó creyó ir identificando el lugar hasta que, al frotarse casualmente en la constante oscuridad del sótano con un objeto que distinguió como un juguete de su hermana, y del que salió despavorida una rata, se reconoció plenamente en el antiguo refugio de Greta.
Debajo mismo del tragaluz que quedaba a ras de la acera de Charlottenstrasse, se amontonaban unas cajas de madera que Gregorio se propuso escalar para instalarse definitivamente frente a su nueva ventana. Supo que días enteros le tomó lograr su empresa, pues vio las varias sucesiones de estos en los cambios entre luz natural y aquella otra, la del farol, que hubiese podido describir con exactitud sin verlo siquiera, tal era su familiaridad con ese tímido centinela nocturno que conocía de tantos años, desde que se había mudado con su familia allí a raíz de la quiebra del negocio del padre, cuando él había tenido entonces que tomar a su cargo el mantenimiento de los cuatro.
Varias veces cayó de espaldas frustrando sus propósitos. Pero nada para él hubiese sido más grato que desnucarse, y fue tal vez ese sentimiento de abandono a la muerte que le infundió el impulso necesario para mantenerse vivo. Y cuando, esa mañana, recostado sobre su flanco izquierdo, las patas descolgando sobre el vacío, vio Gregorio Samsa el instante mismo del amanecer en que se apagaba el farol de la calle y cruzaba sobre sus rieles el primer tranvía del día, notó también, no sin sorpresa y a pesar del cansancio, que había recobrado la vista, pues alcanzaba a percibir igualmente el muro lechosos del hospital de enfrente. Una tenue garúa humedeció entonces sus párpados, cosa que no dejó de molestarle pues, sabiendo que muchos de sus miembros inferiores estaban enredados desde hacía tiempo por los excrementos de cuando aún se alimentaba y la prolongada suciedad de su propio cuerpo y de los derredores, pensó que la lluvia no haría sino empeorar sus ya precarias facultades. Se dijo, sin embargo, que prefería ese riesgo a yacer tirado al fondo de un sótano al acecho de una muerte que parecía no dar con él o, cuando menos, haberlo olvidado.
En los días que se sucedieron, Gregorio Samsa notó una frágil recuperación de sus sentidos que, claro está, atribuyó a su nueva ubicación: carente de la facultad de dialogar, único estímulo, pensó, para la reflexión que lo mantiene a uno ágil, se dijo que el lugar en el que se encontraba bien podía aparentar un aceptable sustitución al irremplazable don de la palabra. Así, su nueva ubicación le permitía cuando menos tener un contacto indirecto, aunque lejano y distante, con la gente, con esa especie humana a la que había dejado de pertenecer. Pudiendo prescindir por completo de alimento y de reposo —entendido como descanso lo cual, se dijo, lo diferenciaba de los animales (¿estaría acaso a medio camino entre el ser humano y sus orígenes?, recuerda que pensó cierta vez)—, Gregorio Samsa sintió la tranquilidad de su inexorable destino: ver a través del tragaluz sin ser visto jamás, el espectáculo diario de las gentes en sus diversos actos y modales, en sus variados tamaños y colores, sintiéndolas y mirándolas en sus posturas más desinhibidas. Y, recordando lo que alguna vez había pensado allá arriba en su dormitorio al mirar con desagrado la triste faz de Charlottenstrasse apretujada por ese monstruoso hospital, que en cualquier calle del mundo, en algún momento de su banal historia, acontecían todos los hechos, buenos y malos, de los que era capaz el ser humano, con lo cual cada calle era excepcional (una idea que había deducido de aquella otra según la cual en cualquier hombre se reflejan todos los hombres), sintió que, al fin y al cabo, el esfuerzo de encaramarse arriba de esas cajas, de cara al tragaluz, había valido la pena y no había sido tan disparatado.
Durante largo tiempo el espectáculo de transeúntes y automóviles, tranvías y carretas haladas por cabellos, le pareció a Gregorio Samsa de una ordinariez viscosa que sin embargo, cuando aún dominaba plenamente todas sus facultades, había dejado de percibir en toda su dimensión, porque incluso lo cotidiano, tal como lo aprendió desde su nuevo observatorio, tiene características particulares regidas por ritos propios. La idea lo reconfortó y lo reanimó todas aquellas veces que debía emprender contra otros insectos y roedores, estaba por rendirse.
Un día, sí, la depresión fue tal (sentimiento, por lo demás, que creyó haber olvidado junto con tantos otros) que estuvo a punto de inclinarse hacia atrás para dejarse caer estrellado contra el piso. Sería un atardecer —pues Gregorio Samsa había imaginado una manera rudimentaria de calcular la división del tiempo, que se nutría de los vagos recuerdos que le quedaban sobre las horas, los meses y los años— cuando escuchó una voz femenina pronunciar, molesta, alterada, el nombre de Gregorio. Se sorprendió (o creyó sorprenderse) al escuchar las tres sílabas que lo habían identificado a él durante tantos años. Procuró entonces mirar hacia el lado de donde provenían las voces en el preciso momento cuando, casi frente a la reja de su mirador, una mujer y un hombre, ambos de avanzada edad, cada uno sujetando a un niño de sus manos, se detenían a hablar. Escuchó a la mujer que, luego de increpar al varón, que se llamaba Gregorio, por alguna travesura que acababa de hacer, le dijo que en esa casa había vivido ella hacía muchos años, mientras que el hombre le decía a la pequeña que sujetaba de la mano: —Ya ves, Greta, tu abuela cumplió con traerte a su antigua casa en donde vivió con tus bisabuelos y su hermano, el de la foto con uniforme que tanto te gusta…
Desde ese momento, a partir de esa experiencia (más auditiva que visual pues apenas había alcanzado a ver a los personajes), desde ese instante que se le presentó como admonitorio, Gregorio comenzó a vivir situaciones que, aunque seguramente espaciadas largamente en el tiempo, fueron para él una sucesión casi repentina de eventos que le hicieron reflexionar sobre la supuesta desdicha que le representaba aquella metamorfosis lejana que había sufrido hacía tanto tiempo.
Así, una noche cuando, aburrido por el silencio sepulcral de Charlottenstrasse, se entretenía viendo cómo una araña enredaba algún insecto atrayéndolo hacia el centro de su tela (que por casualidad colgaba sobre el abismo de su cicatriz en el dorso), Gregorio escuchó afuera una densa respiración intermitente que llamó su atención. Detuvo entonces fijamente la mirada y vio a un hombre que, modulando sus movimientos con soplidos casi animales, violaba a una mujer que yacía inerte a un costado de la alcantarilla de la esquina. Cuando el hombre hubo terminado, lo vio levantarse, limpiarse las rodillas del pantalón y, con un además alrededor del cuello con el que parecía acomodarse la corbata, se alejó pausadamente perdiéndose en uno de esos callejones de la noche.
Otra vez, Gregorio Samsa fue testigo de una encendida conversación entre dos hombres que, aumentando progresivamente el tono de sus voces hasta alcanzar los más viles improperios, concluyó en una riña silenciosa en la que de inmediato salieron a relucir dos navajas. En un momento, en uno de esos instantáneos reflejos de las hojas relumbrando intermitentemente con la luz del farol, vio Gregorio que uno de ellos, tambaleándose, trataba de controlar el vaciado de sus entrañas que, a borbotones, se escurrían entre sus dedos desparramándose en la acera sobre la que la víctima caía, un momento después, bañado en un charco indescriptible de sangre y vísceras que hizo que Gregorio instintivamente cerrar los ojos —costumbre, la de parpadear, que creía también haber olvidado.
Así fue Gregorio Samsa presenciando, desde su privilegiado mirador, escenas que iban desde los más patéticos casos de emergencia que cruzaban el zaguán del hospital de enfrente (convertido con el tiempo en una clínica de asistencia pública y primeras auxilios), hasta las diarias correrías de miles de gentes que luchaban por un lugar en el tranvía de las cinco de la tarde aplastadas por la resignación de sus diminutas existencias, pasando por aquellas abortadas citas amorosas hechas acaso al azar, que dejaban fugaces ilusiones quebradas por prolongadas esperas al lado del guardián iluminado de Charlottenstrasse.
Comenzaba a pensar Gregorio Samsa que su suerte, después de todo, no había sido tan desgraciada y que su asquerosa metamorfosis lo había, acaso, protegido de tantos peligros que hubiera corrido a cada instante en condiciones normales de vida cuando, en pocos días, se levantó un cerco alrededor del edificio que lo privó para siempre del espectáculo callejero que hasta entonces —fue cuando lo comprendió realmente— le había infundido el ánimo suficiente para seguir viviendo.
Recordando vagamente cómo, de niño, se detenía a mirar las obras de construcciones que tantas veces habían sido culpables de sus tardanzas a clases, no le costó gran esfuerzo suponer lo que le esperaba a corto plazo. Y ese amanecer, cuando sintió el ruido de unas máquinas que ensordecían las voces de los obreros que evacuaban rápidamente los alrededores, y sintió un gran estrépito de piedras y ladrillos que se derrumbaban al tiempo que se agrietaban las paredes del sótano, Gregorio Samsa pensó, reconciliándose por última vez consigo mismo, que no podía ser menos elevado el precio que debía pagar por tantos años de paz y tranquilidad acumulados desde que, una mañana, hacía ya tanto tiempo, había dejado de acudir al trabajo y su vida —si eso podía llamársele— se había (¿por suerte?) transformado para siempre. (49-57)

Escuchando tras la puerta (2015), Harry Belevan 



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