Las
monjas tenían prohibido escalar los muros del convento, porque al otro lado
estaban sus perros guardianes que eran fieros y bravos como una manada de lobos
hambrientos. Pero el huerto del convento era tan bello y sus frutas tan
apetitosas, que todos los años surgía un imprudente que escalaba las paredes y
moría a dentelladas. Una tarde se nos cayó la pelota dentro del convento y
Ernesto y yo la divisamos desde lo alto del muro, al pie de la morera
majestuosa. Gritamos, llamamos a las monjitas, silbamos a los perros y lanzamos
piedras a través de los negros ventanucos sin cristales. Pero nada. Entonces Ernesto
decidió bajar por la morera y me prometió que no tardaría, que lanzaría el
balón sobre la muralla y volvería a trepar corriendo.
Yo le
vi descender y patear la pelota, y también vi cómo salieron aullando desde una
especie de claustro que más parecía una madriguera. Eran negros, crueles y veloces.
Mientras corría a la casa para avisarle a papá, pude escuchar sus
masticaciones, sus gruñidos como rezos y letanías bestiales. Según la policía
las monjitas no oyeron nada, porque estaban merendando al otro lado del
convento. Las pobres tenían la boca como ensangrentada por culpa de las moras.
Papá
enloqueció y un día saltó el muro armado para acabar con los perros, pero
después de una batalla feroz volví a escuchar sus ladridos como carcajadas y el
crujido de los huesos en sus mandíbulas. De mi padre apenas quedaron algunos
despojos, y encima fue acusado de disparar contras las inocentes monjitas.
Pero esta
vez pude verles mejor desde lo alto del muro y no descansaré hasta acabar con
esas alimañas. Especialmente con la más gorda, la que se santiguaba mientras
comía.
Ajuar funerario (2004), Fernando Iwasaki.
QUE BUENO ESTA ..... LA HISTORIA ES COMO DE SUSPENSO .... ? MEJOR DICHO ME ENCANTO.... JEJEJE.....
ResponderBorrar