Parada
en la línea del 107
Durante la Edad Media la creencia en una historia lineal e irrepetible —la Creación, el Paraíso perdido,
la Encarnación de Cristo, la Redención, el Juicio Final— se complementaba con
la creencia en una historia cíclica de acontecimientos que retornaban periódicamente
(Mircea Eliade, Le Mythe de l'éternel retour, 1949).
I
Girando sobre sus respectivos ejes
la luna gira alrededor de la Tierra, la Tierra gira alrededor del Sol y el
Colectivo 107, con las ruedas girando sobre sus ejes, gira en Buenos Aires
yendo y viniendo entre el Cementerio de Flores y la Ciudad Universitaria en una
de las paradas intermedias el único viajero, que era el chófer, bajó del
autobús y sin apagar ni el motor ni los focos lo dejó abandonado en ese barrio
oscuro, a las horas desiertas de la madrugada. Barbudo, flaco, treintañal, miró
a uno y otro lado, indeciso, y al fin se marchó lentamente, sin pensamiento y
sin memoria. Anduvo y anduvo, doblando esquinas y esquinas, dando vueltas y
vueltas. La luna se ocultaba tras las nubes para no revelar el secreto de esa
noche. Aunque se ocultaba, una luz cenicienta caía sobre árboles, casas,
calles, baldíos; y esa vislumbre era suficiente para que en la oscuridad se
destacaran zonas más oscuras que otras. De la boca de lobo de un callejón saltó
un muchacho morrudo, morocho, que se le echó encima al hombre de la barba.
—Eh, eh, ¿qué andás haciendo por
acá? —le gritó en la cara, como escupiéndolo.
—¿Qué?
¿Yo? Yo… yo no sé.
—Ah,
no sabés. Conque no sabés. Pinta de croto o ciruja no tenés. Cantá. ¿De dónde
venís? ¿Quién sos?
—No
sé, no sé.
—No
te hagás el vivo porque te va a ir mal. Contestá —y para asustar descargaba el
puño derecho en la palma izquierda; golpes secos que sin cambiar el ritmo
amenazaban con seguir golpeando pero sobre la barba del barbudo.
—No
sé, no sé. No sé nada.
—Andá
a engrupir a los muertos.
Otro
muchacho, rubio y delgado, se escurrió del callejón y desde atrás le tocó el
hombro al barbudo. Este, que con los ojos se defendía de los del morocho, ni
torció la cabeza para ver quién le tocaba pero supo que estaba entre dos compinches.
El morocho preguntó ahora:
—¿Cuántos
años tenés?
—No
sé, pero más viejo que vos soy.
—No
tan viejo que no puedas pelear —el morocho lo agarró por el cuello de la
campera y después de zamarrearlo lo atrajo con un tirón y lo repelió con un
empujón. El barbudo, trastabillando, ya iba a chocar de espaldas contra el
rubio cuando este, al estirar los brazos para contenerlo, sin querer contribuyó
a que se cayera. El rubio contempló al caído:
—¡Es
un pobre infeliz! —balbuceó, y con otras balbuceantes palabras trataba de
justificarse; movía las manos como si estuviera arguyendo con alguien
invisible; se rehízo y con voz menos compasiva dijo—: Bueno, qué embromar,
debería saber que estas no son horas para andar dando vueltas por acá.
El
barbudo, con esfuerzo, se enderezó y entonces el morocho le asestó un puñetazo
en la cara. La nariz sangró sobre la campera; y también sobre las manos del
morocho cuando este se puso a estrangularlo. Apenas podías respirar. El morocho
se miró las manos, viscosas, y con repugnancia soltó al barbudo; pero de otro
puñetazo, esta vez en la boca, lo tumbó.
—A
ver si ahora contestás. ¡Qué tanto…! Decí. ¿Qué andás espiando por acá?
Desde
el suelo, jadeante y escupiendo sangre, el barbudo repitió:
—No
espío nada. ¡No pegués, no pegués! Te digo que no sé qué hago por acá. No sé ni
de dónde vengo y adónde voy.
Los dos
muchachones lo observaban desde arriba, en silencio. Al rato se retiraron. Sus pasos
lentos se perdieron en el callejón y el callejón se perdió en la oscuridad (en
el límite del mundo el callejón ya no llevaba a ninguna parte). El barbudo,
cuando no los oyó más, se arrastró y consiguió sentarse sobre el suelo,
reclinado contra un tacho de basura. Alzó los ojos. Negra como la noche flotaba
la capa del Diablo. ¿Cuánto tiempo estuvo así?
II
Un
policía caído del cielo o brotado del infierno estaba mirándolo severamente. No
acostumbrado aún a la tierra se mantenía enhiesto, vertical porque vertical
había sido su irrupción en la escena, desde arriba o desde abajo. En realidad
su postura era la de esos muñecos que, tirados por hilos, descienden o
ascienden por el escenario de un teatrito de títeres.
—¿Qué
le pasa? ¿Está borracho? —dijo el policía polichinela.
—¡Qué
voy a estar borracho! ¿No ve la sangre? Dos tipos me asaltaron. Uno me golpeó. No
sé por qué.
—Caramba
caramba. Otro asalto. Sí. Es un barrio violento. Todas las noches es lo mismo.
Es así. No hay nada que hacerle. Pero no se queje. Por lo menos está vivo.
Ahora estoy recorriendo mi ronda y no puedo detenerme para acompañarlo hasta la
comisaría. Mejor para usted porque si lo llevo las cosas se complican —y
desapareció en su cielo o en su infierno.
III
Dolorido,
se prendió al borde del tacho y poco a poco pudo incorporarse. Tambaleándose marchó
sin saber hacia dónde. Dobló en una esquina. En otra. ¿Estaba dando vuelta a la
manzana? De repente se dio de bruces con los dos muchachos. ¡No solo él daba
vueltas! ¡Algo secreto, en esa noche, también giraba!
—¿Qué
andás haciendo por acá? —le dijo el morocho.
—No
sé. No recuerdo. No recuerdo nada.
—Pero
recordás que te di una trompeadura…
—Sí.
—Y sin
embargo volvés. ¿Por qué? Decime ¿por qué? Si buscás el Cementerio, está del
otro lado. Muertos no vas a encontrar. Por acá la gente se vuelve loca, no más.
El que no está loco le anda cerca. Algunos se suicidan. A la policía no le
importa. Y vos ¿qué venías a hacer? ¿Quién sos?
—No
recuerdo ni cuándo ni cómo ni por qué vine a parar a este lugar. ¿Quién soy?
Soy quien soy pero no sé quién soy. No recuerdo mi nombre. A lo mejor empiezo a
recordar si me decís quién sos vos.
—Yo
soy el Rey de las Ratas; el pibe este es el Rey de los Murciélagos. Y vos —dijo
el morocho agarrando al barbudo por el cuello de la campera— ¿vos quién sos?
¿Sos el Rey de las Cucarachas? A ver… —lo registró y de un bolsillo le extrajo
la billetera—. Ahora vamos a saber quién sos —leyó o hizo que leía unos papeles—.
Sí. Lo que sospechaba. Aquí se dice que el dueño es el Rey de las Cucarachas.
¡Qué asco! —y tiró la billetera a la calle.
El rubio
corrió a recogerla y se puso a revisarla. Por un momento pareció que el morocho
se ablandaba pues sus primeras palabras al barbudo sonaron a buena promesa:
—No
te voy a dar más tortazos… ¿sabés?... porque me duele la mano… pero en cambio
te voy a dar una pateadura —y de una patada lo hizo retorcerse de dolor.
El morocho
y el rubio se fueron. El morocho, riéndose.
IV
El
barbudo pensó: “¿Cómo no se me ocurrió que en la billetera tendría la Cédula de
Identidad?”. Ahora se había quedado sin el único modo de averiguar su
identidad. Otra vez a deambular. La jaqueca se le clavaba en la frente como una
corona de espinas. En una nueva vuelta alcanzó a divisar, recortados en el
marco de un zaguán, a los dos muchachos. En vez de disparar se les acercó.
—¿Qué
andas haciendo por acá? —le gritó el morocho.
—No
sé.
—¿De
qué laburás?
—No
sé.
De
veras no sabía. Sus ropas eran de trabajador pero ¿en qué clase de trabajo se
ganaba el pan de cada día? No lo llegó a pensar con claridad pero vagamente
presintió que debía de ser un trabajo relacionado con ruedas; y aun sintió que
él mismo era una rueda, solo que no rotaba sobre el pavimento. Era más bien una
rueda que estaba fija en el aire y daba vueltas y vueltas sin avanzar y sin
retroceder.
—De
acá no salís vivo si no decís quién sos.
—¡Y
qué voy a decir si no sé!
—Mentira,
mentira. Sí sabe —el rubio acusó pero con la nerviosidad de un chico miedoso,
escudándose detrás del amigo mayor.
—Sí —asintió
el morocho—. Nos macaneó. Yo soy el Rey de las Ratas y vos sos el Rey de los
Murciélagos, pero él no es ni siquiera el Rey de las Cucarachas.
—Él
es otro Rey —musitó el rubio.
—Por
favor —intervino el barbudo—, devuélvanme la billetera. Necesito la Cédula de
Identidad. Si quieren, quédense con la plata.
—¿Qué
te crees? ¿Qué te queremos robar? Nos estás ofendiendo, che. Nosotros no somos
ladrones. Somos artistas. Trabajamos gratis.
—Tengo
miedo —murmuró el rubio—. Me lo venía palpitando. ¡Ojalá nunca nos hubiéramos
encontrado con…! —y miró asustado al barbudo.
—Bueno,
pibe. Calmate. Lo que pasó pasó.
—¡Todo
lo que quiero es mi billetera! —reclamó el barbudo.
—No
grités tanto, que te ponés más feo. ¡La facha que tenés!
—¡Facha!
La que vos me pusiste. Me rompiste la nariz.
—Rajemos.
Rajemos de aquí —dijo el rubio.
—¿Adónde?
—y el morocho juntó los dedos en una punta y agitó la mano—. ¿Querés decirme
adónde? ¿Rajar adónde?
El
rubio se largó a llorar.
—Vamos
—le dijo el morocho—, acabala. Basta. ¡Basta te digo!
—No
puedo, no puedo —gimoteaba el rubio.
—Llorás
como un chico. Basta. ¿Me oís? Acabala.
—Yo
me abro.
—Esperá
un cachito. Y vos —ahora se dirigió al barbudo— ¿estás seguro de que no sabés
quién sos?
—Claro
que estoy seguro. Si no sé no sé. En la billetera debe de estar mi nombre. ¿No
se fijaron cómo me llamo?
—Decí
—insistió el morocho— decí ¿qué viniste a hacer a este lugar?
—No
sé, pero si me dan el nombre que está en la billetera a lo mejor recuerdo por
qué estoy acá. Ahora no me acuerdo.
El
rubio, sin atreverse a encararse con el barbudo, entregó la billetera al
morocho y le pidió:
—Decile
que leí su nombre en la Cédula pero que el nombre no importa. No es el nombre,
no es el nombre…
El
morocho le transmitió el pedido al barbudo:
—El
pibe dice que tu nombre no importa.
—¿Y
qué quieren saber, entonces?
—¿Que
qué queremos saber? Yo te voy a decir lo que queremos saber. Decile, pibe. Decile
lo que queremos saber.
—El
nombre no —dijo el rubio—. Es la foto. Mirala… ¿Te fijaste? ¡Mostrásela,
mostrásela! Y preguntale quién lo mandó para acá… ¡Mostrale la foto!
—No.
Que la busque él —dijo el morocho; y arrojó la billetera al pie de un árbol.
El barbudo
la recogió y buscó al tacto la Cédula con foto. En la oscuridad no veía. Encendió
un fósforo y en la metafísica llamarada de ese sol nocturno alcanzó a ver la
fotografía. Era la de un hombre con la cara sangrienta; la barba,
ensangrentada; también el cuello de la campera, sucio de sangre. Fotografía de
un desconocido. El fósforo le quemó los dedos. Lo tiró. Perplejo, se volvió
hacia los muchachos. Habían desaparecido, tragados por la tierra.
V
De
pronto, como por escotillón, ascendió al proscenio el policía. Era que
recomenzaba a repetir su ronda.
—¿Todavía
por acá? —le dijo al barbudo—. ¿Qué diablos anda buscando?
—A
los que me atracaron.
—¿Para
qué? ¿Para que lo golpeen otra vez?
El
barbudo hubiera querido explicarle que se sentía fluctuante, oscilante bajo el
efecto de una extraña atracción, como la que da forma y sentido a la
turbulencia del huracán, pero no encontrando palabras respondió:
—Ellos
esperan que yo los busque
—Esto
empieza a ponerse monótono. Usted cree que está en el teatro, que las
cachetadas que le dan son aplausos y que hay alguien en el palco del paraíso
que lo llama para que salude y repita la canción.
—No
le entiendo. ¿De qué habla? Déjeme. Tengo que buscarlos.
Entonces
el policía hizo algo curioso. Levantó los ojos con un gesto cómico y,
dirigiéndose a un ser invisible, se llevó el dedo índice a la sien y haciendo
ademán de barrenar dijo:
—Este
está loco, es un masoca —y meneando la cabeza se alejó con pasos medidos sobre
el límite entre este mundo y el otro.
VI
El
barbudo volvió sobre sus pasos y de un portal lo chistaron. Se paró. De la
oscuridad salió una voz:
—Che.
Vení acá.
Entró
en el portal. Fue como entrar en una de las ruedas del universo. Vueltas,
vueltas. El rubio sollozaba como un niño y con las manos se tapaba las orejas
¿de miedo a oír alguna revelación terrible? El morocho saludó al barbudo —fue
un saludo inopinadamente ceremonioso y sin más pasó a recriminarlo:
—Mirá
lo que has conseguido. El pibe está perdiendo la cabeza, todo por tu culpa.
—¿Por
mi culpa? ¿Culpa de qué?
—De
la maldita foto que tenías en la billetera.
—¿Qué
tiene la foto?
—Una
cara. Pensá. ¿Alguna vez te peleaste con alguien y te rompieron la cara?
—No.
nunca. Esta noche me pegaste voz, y me dejaste ensangrentado.
—¿Te
fijaste en la foto de la billetera?
—Sí,
¿de quién es? Es de un tipo ensangrentado. A esa foto nunca la vi.
—¿No
te das cuenta? Vos sos el tipo de la foto.
—¿Yo?
—Vos.
Y el pibe quiere que lo perdonés. Perdónalo y se acabó. ¿Ves? Está llorando. El
pibe es muy nervioso. Si no lo perdonás no va a poder dormir. Así que ya sabés.
Perdonalo. Quiere que lo perdonés porque cree que vos sos Dios. ¿Comprendés? La
foto esa lo está enloqueciendo. No es para menos. Es para enloquecer a
cualquiera. Esa foto ya la tenías en la cartera cuando te di la primera
trompada. ¿Cómo puede ser? Eh, contestame. En la foto aparecés como después te
puse yo con esa trompada. ¿Cómo es que te fotografiaron con sangre antes de que
sangrases, y quién te fotografió, y cuándo? ¿Y quién metió la foto en la
billetera? El pibe cree que sos Dios. si no lo perdonás él acaba loco y
entonces yo te rompo todo.
—Bueno.
Lo perdono.
—¿Oíste,
pibe? Te perdona. Ahora dejate de llorar —y volviéndose al barbudo dijo—: Y
vos, rajá de aquí.
—¿Adónde?
No. Yo me quedo con ustedes.
—¡No,
no! —gritó el rubio—. No lo queremos. Que se vaya por donde vino. ¡Que se vaya!
No quiero que me mire. Quiero escapar de la mirada de él.
—Pero
pibe, ¿no te sentís mejor? Te perdonó. ¿Qué más querés?
—Ya
nada puede ayudarme. Me voy. Quiero ir a un lugar tranquilo y…
—Para
nosotros no hay ningún lugar tranquilo —y el morocho, volviéndose hacia el
barbudo, le dijo:
—¿Ves,
desgraciado? El pibe sigue mal. Tu perdón no sirvió para nada —con un puñetazo
en la cara lo tendió en el suelo y allí empezó a darle puntapiés. El rubio
trataba de sujetarlo—. ¿Qué te pasa, pibe, que no me dejás que lo patee?
Soltame, una patadita más…
—¡No,
no, no! —imploró el rubio—. Escapemos antes que…
—¿Qué
te pasa, pibe?
—La
foto, la foto. Es de Cristo.
El
morocho estudió la cara del barbudo, estudió la foto y dio el juicio final:
—¡Qué
va a ser Cristo! ¿Querés que te diga algo? No te perdonó. Dijo que te perdonaba
para que yo no le rompa la crisma, pero no te perdonó. Por eso seguís igual. Nos
mintió. El hijo de perra nos mintió.
VII
El
barbudo, tirado en el suelo, miró a su alrededor y no encontró a nadie
—Ahora
que leí la Cédula sé cómo me llaman, pero ese nombre no me dice nada. Me quedo
sin saber quién soy.
No
recordaba. Era una figura que repetía una figura que a su vez repetía otra…
Figuras, no iguales, pero análogas, que se perdían en el olvido. Ni siquiera recordaba
que las noches y las pesadillas terminan con el amanecer, cuando la tiniebla se
diluye en albas de plata y auroras de rubí. Solamente recordaba al policía,
representante de una Autoridad que vigila pero no interviene, y a los dos
malhechores, el malo y el bueno. Se levantó del polvo y buscó por la tiniebla
del barrio. (40-51).
Enrique
Anderson Imbert. (1999). Consenso de dos.
Buenos Aires: Ediciones Corregidor.
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