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Frankenstein conoce a su criatura


«—¡Espíritus errantes! —exclamé—. Si es cierto que vagáis y no reposáis en vuestros estrechos lechos, permitidme gozar de esta leve felicidad o llevadme con vosotros y alejadme de las dichas de la vida.
Mientras decía esto, de repente, vi la figura de un hombre a cierta distancia que avanzaba hacia mí con una velocidad sobrehumana. Saltaba por las grietas del hielo que yo había sorteado con cautela. Su estatura, a medida que se iba acercando, también parecía exceder a la de un ser humano. Sentí que desfallecía: mis ojos se nublaron y una extrema debilidad se apoderó de mí; pero el frío y el fuerte viento de las montañas me hicieron reaccionar. Advertí, a medida que la forma se aproximaba (¡qué tremenda y aborrecible visión!), que se trataba de aquel espanto a quien yo había creado. Temblando de rabia y terror, decidí esperar hasta que estuviera ante mí para entablar un combate a muerte. Se iba acercando. Su rostro traslucía una amarga angustia teñida de desdén y malicia, y su sobrenatural fealdad resultaba insoportable para el ojo humano. No obstante, apenas me fijé en esos detalles. La rabia y el odio me habían privado del habla y, cuando logré controlarme, solo acerté a abrumarlo con palabras que expresaban mi más furioso desprecio y aborrecimiento.
—¿Cómo te atreves a acercarte a mí, demonio? ¿No temes que descargue la fiera venganza de mi brazo sobre tu miserable cabeza? ¡Fuera de mi vista, inmunda criatura! O, mejor aún… ¡Para, oh, sí, extinguiendo tu miserable existencia, poder compensar a esas víctimas que asesinaste de un modo tan diabólico!
—Ya esperaba este recibimiento —dijo el demonio—. La humanidad odia a los desgraciados. ¡Cuánto odio debo de inspirar yo, que soy el más miserable de todos los seres vivos! Y tú, mi creador, me detestas, desdeñas a tu criatura, a la que estás unido por unos vínculos que solo pueden disolverse con la muerte de uno de los dos. Y te propones matarme. ¿Cómo te atreves a jugar así con la vida? Cumple con tus deberes hacia mí y yo cumpliré contigo y con la humanidad. Si aceptas mis condiciones, os dejaré en paz a todos, pero si te niegas blandiré el puño de la muerte hasta saciarme con la sangre de los amigos que aún te quedan.
—¡Monstruo aborrecible! ¡Eres un demonio! Las torturas del infierno no bastarían para vengar tus crímenes. ¡Malvado y vil engendro! Me reprochas que yo te haya creado. Ven, acércate para poder apagar la chispa que con tanta negligencia encendí.
Sentí una rabia incontrolable y me lancé contra él, impulsado por esos sentimientos que pueden llevar a un ser humano a terminar con la existencia de un semejante.
Me esquivó sin problemas, y dijo:
—¡Tranquilízate! Te pide que me escuches antes de que des rienda suelta a tu odio y te abalances sobre este ser a quien te has consagrad. ¿Acaso no he sufrido ya bastante para que pretendas hacerme todavía más desgraciado? Amo la vida, aunque solo sea un cúmulo de angustias, y voy a defenderla. Recuerda que aquel que me ha hecho superior a sí mismo no me supera en altura ni el flexibilidad. Pero no siento la tentación de enfrentarme a ti. Soy tu criatura, e incluso seré benévolo y dócil con mi señor natural y mi rey si ti también cumples con tu parte, cosa que me debes. ¡Oh, Frankenstein, no quieras ser justo con los demás y mostrarte intransigente con el único ser a quien no solo debes justicia, sino también clemencia y afecto! Recuerda que soy tu criatura. Tendría que ser tu Adán en lugar de parecer el ángel caído, a quien robaste la dicha sin haber cometido delito alguno. Solo a mí me están vetadas irrevocablemente las bendiciones de la vida. Yo era generoso y bueno; y la desgracia me convirtió en un monstruo. Devuélveme la felicidad y volveré a obrar con virtud.
—¡Fuera, no pienso escucharte ni un minuto más! No puede haber entendimiento entre tú y yo; somos enemigos. Márchate o, si no, midamos nuestras fuerzas en la lucha hasta que uno de los dos caiga.
—¿Cómo puedo moverte a compasión? ¿No hay modo de conseguir que contemples con agrado a tu criatura, que implora tu bondad y compasión? Créeme, Frankenstein: yo era bondadoso. La humanidad y el amor de mi alma iluminaban todo mi ser, pero ¿acaso no estoy ahora solo, miserablemente solo? Si tú, que eres mi creador, reniegas de mí, ¿qué me cabe esperar de tus semejantes, que nada me deben? Ellos me detestan y me odian. Las montañas desiertas y los temibles glaciares son mi refugio. Llevo muchos días errando por estos parajes. Las cuevas de hielo, temidas por todo aquel que no sea de mi condición, son mi morada, la única que el hombre no me envidia. Venero estos cielos desapacibles porque son más amables conmigo que tus semejantes. Si las muchedumbres conocieran mi existencia, actuarían como tú y se armarían para destruirme. Así pues, ¿no debería odiar a quienes me aborrecen? Seré implacable con mis enemigos. Si yo soy desgraciado, ellos compartirán mi desgracia. No obstante, en tu poder se encuentra la facultad de procurarme una satisfacción y librarles de un mal que solo tú serás responsable de haber provocado, para que tú y tu familia, y también miles de personas, no queden atrapadas en la vorágine de su ira. Apiádate de mí y no me desprecies. Escucha mi historia. Cuando la hayas oído, abandóname o compadécete de mí, porque eso es lo que juzgarás que merezco. Escúchame. Por muy sanguinarios que hayan sido los culpables, la ley de los humanos les permite hablar en defensa propia antes de recibir su condena. Escúchame, Frankenstein. Me acusas de asesinato y, sin embargo, destruirías a tu propia criatura con la conciencia tranquila. ¡Oh, alabemos la eterna justicia del hombre! Te ruego que no me evites, escúchame y luego, si puedes, y quieres, destruye la obra que tus manos han creado.
—¿Por qué apelas a unos recuerdos cuya sola evocación me hace temblar, porque yo he sido su causa y su miserable autor? ¡Maldigo el día, abominable demonio, en que viste la luz por primera vez! ¡Maldigo las manos (aunque con ello me maldigo a mí mismo) que te dieron forma! Me has convertido en la persona más miserable del universo. Me he quedado sin fuerzas para considerar si soy justo o no contigo. ¡Márchate! Aparta de mí la visión de tu forma detestable.
—Apartaré de ti esta visión, creador mío —dijo el ser colocando sus odiosas manos ante mis ojos, que yo alejé de mí con violencia—. Deja que aparte de la visión que tanto aborreces. Podrás escucharme y brindarme así tu compasión. Te lo pido en virtud de las cualidades que en otro tiempo poseí. Escucha mi relato. Es largo y extraño; pero la temperatura de este lugar no conviene a tus delicados sentidos. Ven a la cabaña que hay en la cima de la montaña. El sol todavía resplandece en el firmamento. Antes de que baje y se oculte tras aquellos precipicios nevados, e ilumine otro mundo, ya habrás oído mi historia y podrás tomar una decisión. De ti depende que abandone para siempre la proximidad del hombre y lleve una vida inofensiva, o que me convierta en el azote de tus semejantes y en el responsable de la ruina en que tu vida se verá inmersa.
Cuando terminó de hablar, se puso a caminar por el hielo. Lo seguí. Sentía un peso en el corazón, y no le respondí; pero, a medida que iba avanzando, fui sopesando los diversos argumentos que aquel diablo había utilizado y decidí que, cuando menos, escucharía su historia. Sentía en parte el acicate de la curiosidad, pero tomé esa decisión movido por la caridad. Hasta entonces había intuido que él era el asesino de mi hermano, y deseaba ardientemente hallar la confirmación o la negación de tal supuesto. Por primera vez comprendía cuáles eran los deberes de un creador para con su criatura. Supe que tenía que hacerle feliz antes de poder recriminarle su maldad. Por estas razones me vi impulsado a satisfacer su petición. Cruzamos el hielo y ascendimos por la vertiente rocosa de la montaña opuesta. El aire era frío y empezó a llover. Entramos en la cabaña, el monstruo con rostro exultante y yo con un profundo pesar y el ánimo hundido. Consentí, sin embargo, en escuchar su historia; y, cuando me hube sentado junto al fuego que mi odiado compañero había encendido, aquel demonio dio comienzo a su relato». (177-180).

Mary Shelley (2015). Frankenstein o el moderno Prometeo. Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial.


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