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Alberto Manguel sobre Frankenstein y su mitología subyacente

VIII. Los mitos de la creación: luz y polvo

El mito de Frankenstein proyecta su espectacular sombra sobre las inmensas bibliotecas de la literatura y el cine occidentales, y junto con el doctor Moreau, de H. G. Wells, y el desafortunado científico de La mosca, el Hombre de Hojalata del reino de Oz y los humanos artificiales de Blade Runner, el hombre soñado en “Las ruinas circulares” de Borges y el mal llamado y pesadillesco Terminator, comparte el mismo ámbito mítico. En sus distintas transformaciones, Frankenstein se asemeja a un mito mucho más antiguo: Adán, el que anhela el conocimiento y que, como Prometeo, se atreve a realizar lo que Dios a prohibido. La siseante promesa que la serpiente hace a Eva (“Seréis como dioses”) tiene un doble sentido: promete la luz del conocimiento, el fuego divino del Olimpo; pero también el don supremo de insuflar la vida al polvo, de crear como solo el mismo Dios es capaz de crear. Dios, ante la peurte que preserva su poder, coloca a un ángel con una espada flamígera porque, como todo artista sabe, Él, con su sublime egotismo, quiere ser el único Creador.
Entre los más famosos antepasados del doctor Frankenstein se encuentran los Reyes Magos del folclore judío. Según la tradición cabalística, el golem (palabra que significa “sustancia incompleta”) es una criatura hecha de arcilla a la cual se dota de vida a partir de ciertas letras que, pronunciadas, significan el nombre secreto de Dios o la palabra hebrea que equivale a “verdad”. El Salmo 139, con unas palabras que hubiera podido pronunciar el monstruo de Mary Shelley, dice lo siguiente: “Mi alma conocías cabalmente, y mis huesos no se te ocultaban, cuando era yo formado en lo secreto, tejido en las honduras de la tierra. Mi embrión tus ojos los veían, en tu libro están inscritos todos los días que ha sido señalados, sin que aún exista uno solo de ellos”. Existen varias leyendas medievales que narran la historia de esta creación. La más antigua, recogida en el Sanedrín, dice que el erudito Rava creó a un hombre y lo envió al rabino Zera. Este le dirigió unas palabras, pero la criatura no respondió. “¿Te ha creado uno de mis compañeros? le preguntó el rabino finalmente. Vuelve entonces al polvo de donde provienes”. La criatura obedeció a sus ruegos. La leyenda más célebre, que sirvió de inspiración a Gustav Meyrink para escribir su novela El golem (1915) y a la película que se realizó cinco años después, cuenta la historia del rabino del siglo XVI, Löw ben Bezudel de Praga, que creó a un criado de arcilla para que lo ayudara en la sinagoga. Iniciando la tradición que seguirían posteriormente otros monstruos creados por el hombre, la creación enloque y amenaza con destruir a su creador. El rabino deshace el hechizo quitando la primera letra de la palabra emet (“verdad”), que así se convierte en met (“muerte”).
El método del alquimista, el sueño patriarcal, el objetivo del científico loco es crear seres a su propia imagen y semejanza a partir de “simientes” masculinas (como hace Pretorius en sus frascos de cristal) sin que sea necesario recurrir a una mujer (tal y como advierte el doctor Frankenstein). Desde los golems judíos hasta las esculturas animadas que se citan en las fábulas y en la ciencia (Eva creada a partir de una cosilla de Adán, la mujer de marfil de Pigmalión, el Pinocho de Collodi, los autómatas del siglo XVIII y principios del XIX que deleitaron al círculo de Mary Shelley, o los homúnculos del doctor Pretorius), los hombres siempre han creído que pueden ser capaces de crear la vida sin la intervención de las mujeres; es decir, arrebatando a las mujeres la exclusividad de sus poder para concebir. Ninguna mujer toma parte en la creación del monstruo de Henry Frankenstein, ni posteriormente en la de la novia: es un asunto en el que solo intervienen hombres. Para los cabalistas medievales, el intento de concebir sin que medie un apareamiento masculino-femenino era un pecado supremo. Según el erudito español del siglo XVI, el rabino Moisés Cordovero, “la unión y el apareamiento entre un hombre y una mujer es un signo del apareamiento que se desarrolla en las alturas”, y cualquier divergencia de este método consagrado es negar la voluntad de Dios. Al atreverse a crear la vida a partir de simientes o de miembros de cadáveres, el doctor Frankenstein y sus hermanos pecan contra la omnipotencia de Dios.
Podríamos hablar, sin embargo, de otra faceta del mito: la renuencia del monstruo, que, como el sufriente Adán, es un trazo de arcilla viva que nunca pidió que lo trajeran al mundo. En su aspecto más primitivo y primordial, la criatura es el golem, la marioneta a quien se le ha concedido la vida, el experimento quirúrgico de Frankenstein; en su vertiente más exaltada es Hamlet, es también Segismundo preguntándose si no será una mota de polvo encerrada en una cáscara de nuez o tan solo un personaje en un sueño.
Los problemas de la creación (los avatares del creador y la criatura) pueden considerarse problemas cinemáticos. La frase de Lumière “Quiero que las imágenes se muevan” es el eco del comentario del Doctor Frankenstein cuando dice: “Quiero que estos huesos que ya han fallecido vuelvan a cobrar aliento”. Intentar aportar luz a la oscuridad (como hizo Prometeo al robar el fuego) es sin duda una de las definiciones de la palabra “película”. (¿Acaso el mito de Frankenstein no es un mito cinematográfico, una metáfora del cine en sí mismo? En ambos casos se crea la vida uniendo distintas piezas, “en continuidad”, que se editan juntas con la esperanza de que el resultado se mueva en cierto modo… a pesar del obstáculo que representa contar repetidas veces con un cerebro inadecuado. La gente del pueblo se queja de la influencia maligna del monstruo cuando, de hecho, la criatura es incapaz de hacer el bien o el mal. A pesar de que se anuncia su muerte en diversas ocasiones, cada vez regresa con renovado vigor. Los productores poseen la ambición de un Pretorius y los directores sufren la angustia de un Henry Frankenstein cuando le gritan a su criatura: “Acción”…).
Es posible que uno de los momentos clave de la historia del cine transcurriera al margen de la cronología convencional, en una mansión a orillas del lago Ginebra, una famosa noche tormentosa de junio de 1816, varias décadas antes del invento de Monsieur Lumière. Lord Byron había leído una traducción francesa de unos relatos de fantasmas alemanes y propuso a sus amigos (John Polidori, Claire Clairmont, Shelley y Mary Shelley) que cada uno escribiera un cuento emulando esas historias terroríficas. Esa noche, echada en su cama con dosel, Mary Shelley tuvo una visión. Vio “al pálido estudiante de artes no consagradas arrodillado junto al ser que había conformado”. Vio “el fantasma horrible de un hombre erguido […] esa cosa horrenda […] mirándolo con unos ojos amarillentos, turbios aunque escrutadores”*. Mary Shelley presenció, de hecho, el nacimiento de la primera película de monstruos.
Hasta la llegada de Mary Shelley, los monstruos que aparecen en la literatura iniciaban su horripilante trayectoria completamente formados o sufrían una maligna metamorfosis y abandonaban su naturaleza dócil para convertirse en mortíferos. Medusas, mantícoras, ogros, espíritus necrófagos, fantasmas sedientos de sangre y demonios mostraban en raras ocasiones su certificado de nacimiento; a veces los cadáveres volvían a la vida, pero la resurrección no generaba nuevos seres. El monstruo de Mary Shelley no es un engendro ready-made ni tampoco un Lázaro decimonónico; es una Gestalt imposible cuyo alumbramiento estamos obligados a presenciar; una mezcla de piezas sueltas y desechadas que, de algún modo y contra todo pronóstico, se mueve y respira, como las imágenes que aparecen en la pantalla.
El cine consiste sobre todo en dotar de movimiento a las cosas. En los primeros experimentos de Lumière no sorprendieron tanto las imágenes que habían quedado atrapadas como el hecho de que esas mismas imágenes habían sido capturadas vivas: el público de las primeras películas estaba tan aterrado al ver cómo una locomotora entraba en una estación en la pared de enfrente, como lo estuvo el público posterior cuando vio que el monstruo salía de las aguas contaminadas del molino. En la visión nocturna de Mary Shelley, y luego en la página impresa, los primeros movimientos del monstruo son de una naturaleza que es esencialmente la misma de la película: no se detienen en la descripción técnica, sino que se despliegan en tiempo cinemático. Tal característica fue perfeccionándose en su propio medio a medida que las películas se hicieran más complejas y elaboradas. El monstruo apayasado de J. Searle Dowley en 1910, o el golem autoritario de Paul Wegener en 1920, que pasaban fotograma a fotograma con absoluta rigidez, se convierten en 1979 en los sangrantes personajes de Cromosoma 3 de David Cronenberg, y en el carnívoro Alien de Ridley Scott, que surgen y cobran vida ante el público. La criatura ya no se levanta cubierta por una sábana, ni surge del polvo, sino que ahora irrumpe a través de la misma piel de sus creadores involuntarios.
Al mismo tiempo, los científicos locos también han cambiado de pauta. En la actualidad ya no permanecen junto a su creación frotándose las manos de alegría o presa de la ansiedad. Ya no son genios prometeicos de ambigua ambición, sino que los nuevos diseñadores de monstruos se han convertido en sujetos sin recursos en una sociedad que ha transgredido ya unos límites inefables (en el campo de la genética sexual o la exploración espacial). En el mundo actual, el remozado doctor Frankenstein (como vemos, por ejemplo, en la versión de Kenneth Branagh) ya no es tanto un rebelde como una víctima.
Quizá podríamos citar un tercer aspecto del mito. El doctor Frankenstein ha desafiado la divina prohibición de atreverse a realizar lo que solo está en manos de Dios; pero a finales del siglo XX la historia podría contarse al revés, y mostrar a Dios en el papel del doctor Frankenstein, dándonos la vida a nosotros, criaturas humanas, y volviéndonos la espalda, horrorizado por su propia creación. Si es un dios, es un dios derrotado, incapaz incluso de juzgar a sus corruptas criaturas. Parece el Dios post-Holocausto de esta leyenda judía:
En una remota aldea del interior de Polonia hay una pequeña sinagoga. Una noche, tras haber hecho sus visitas, el rabino entra y ve a Dios sentado en un rincón oscuro. Se echa de bruces al suelo y grita: “Señor, ¿qué estáis haciendo en este lugar?”. Dios no le responde con un trueno o un viento huracanado, sino una vocecilla que le dice: “Estoy cansado, rabino, cansado hasta la muerte”**.

*Mary Shelley, “Introduction” a Frankenstein or The Modern Prometheus, Londres, 1931 (comentario que no aparece en la edición de 1818).
** Citado en George Steiner, La muerte de la tragedia, Azul, Barcelona, 2001.

Alberto Manguel (2015). “La novia de Frankenstein”. En Frankenstein o el moderno Prometeo, (59-64). Barcelona: Penguin Random House Grupo Editorial.


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