Sennin
Señoras
y señores: como ahora estoy en Osaka, contaré una historia de esta ciudad.
Hace
mucho tiempo en Osaka, hubo un hombre que estaba en busca de trabajo. No se
sabe cómo se llamaba. Ya que llegó ofreciéndose como Gonsukê [sirviente], aquí
sencillamente lo llamaremos con tal apelativo.
Este
hombre fue a una agencia de COLOCACIONES PARA CUALQUIER TRABAJO, y dijo al
empleado que estaba fumando su larga pipa de bambú:
—Por
favor, señor empleado, yo desearía ser un sennin*.
¿Tendría usted la gentileza de buscar una familia que me enseñara el secreto de
serlo, mientras trabajo como sirviente?
El
empleado, atónito, quedó sin habla durante un rato, por el ambicioso pedido de
su cliente.
—¿No me
oyó usted, señor empleado? —dijo Gonsukê—. Yo deseo ser un sennin. ¿Quisiera usted buscar una familia que me tome de sirviente
y me revele el secreto?
—Lamentamos
desilusionarlo —musitó el empleado, volviendo a fumar su olvidada pipa—, pero
ni una sola vez en nuestra larga carrera comercial hemos tenido que buscar un
empleo para aspirantes al grado de sennin.
Si usted fuera a otra agencia, quizá…
Gonsukê
se le acercó más, rozándolo con sus presuntuosas rodillas, de pantalón azul, y
empezó a argüir de esta manera:
—Ya,
ya, señor, eso no es muy correcto. ¿Acaso no dice el cartel COLOCACIONES PARA
CUALQUIER TRABAJO? Puesto que promete cualquier trabajo, usted debe conseguir
cualquier trabajo que le pidamos. Usted está mintiendo intencionadamente, si no
lo cumple.
Frente
a su argumento tan razonable, el empleado no censuró el explosivo enojo:
—Puedo asegurarle, señor forastero, que no hay
ningún engaño. Todo es correcto —se apresuró a alegar el empleado—; pero si
usted insiste en su extraño pedido, le rogaré que se dé otra vuelta por aquí
mañana. Trataremos de conseguir lo que nos pide.
Para
desentenderse, el empleado hizo esa promesa, y logró, momentáneamente por lo
menos, que Gonsukê se fuera. No es necesario decir, sin embargo, que no tenía
la posibilidad de conseguir una casa donde pudieran enseñar a un sirviente los
secretos para ser un sennin. De modo
que al deshacerse del visitante, el empleado acudió a la casa de un médico
vecino.
Le
contó la historia del extraño cliente y le preguntó ansiosamente:
—Doctor,
¿qué familia cree usted que podría hacer de este muchacho un sennin, con
rapidez?
Aparentemente,
la pregunta desconcertó al doctor. Quedó pensando un rato, con los brazos
cruzados sobre el pecho, contemplando vagamente un gran pino del jardín. Fue la
mujer del doctor, una mujer muy astuta, conocida como la Vieja Zorra, quien
contestó por él al oír la historia del empleado.
—Nada
más simple. Envíelo aquí. En un par de años lo haremos sennin.
—¿Lo
hará usted realmente, señora? ¡Sería maravilloso! No sé cómo agradecerle su
amable oferta. Pero le confieso que me di cuenta desde el comienzo que algo
relaciona a un doctor con un sennin.
El
empleado, que felizmente ignoraba los designios de la mujer, agradeció una y
otra vez, y se alejó con gran júbilo.
Nuestro
doctor lo siguió con la vista; parecía muy contrariado; luego, volviéndose
hacia la mujer, le regañó malhumorado:
—Tonta,
¿te has dado cuenta de la tontería que has hecho y dicho? ¿Qué harías si el
tipo empezara a quejarse algún día de que no le hemos enseñado ni una pizca de
tu bendita promesa después de tantos años?
La
mujer, lejos de pedirle perdón, se volvió hacia él y graznó:
—Estúpido.
Mejor no te metas. Un atolondrado tan estúpidamente tonto como tú, apenas
podría arañar lo suficiente en este mundo de “te comeré o me comerás”, para
mantener alma y cuerpo unidos.
Esta
frase hizo callar a su marido.
A la
mañana siguiente, como había sido acordado, el empleado llevó a su rústico
cliente a la casa del doctor. Como había sido criado en el campo, Gonsukê se
presentó aquel día ceremoniosamente vestido con haori hakama, quizá en honor de tan importante ocasión. Gonsukê
aparentemente no se diferenciaba en manera alguna del campesino corriente: fue
una pequeña sorpresa para el doctor, que esperaba ver algo inusitado en la
apariencia del aspirante a sennin. El
doctor lo miró con curiosidad, como a un animal exótico traído de la lejana
India, y luego dijo:
—Me
dijeron que deseas ser un sennin, y
yo tengo mucha curiosidad por saber quién te ha metido esa idea en la cabeza.
—Bien,
señor, no es mucho lo que puedo decirle —replicó Gonsukê—. Realmente fue muy
simple: cuando vine por primera vez a esta ciudad y miré el gran castillo,
pensé de esta manera: que hasta nuestro gran gobernante Taiko, que vive allá,
debe morir algún día; que usted puede vivir suntuosamente, pero aun así volverá
al polvo como el resto de nosotros. En resumidas cuentas, que toda nuestra vida
es un sueño pasajero… justamente lo que sentía en ese instante.
—Entonces
—prontamente la Vieja Zorra se introdujo en la conversación—, ¿harías cualquier
cosa con tal de ser un sennin?
—Sí,
señora, con tal de serlo.
—Muy
bien. Entonces vivirás aquí y trabajarás para nosotros durante veinte años a
partir de hoy y, al término del plazo, serás el feliz poseedor del secreto.
—¿Es
verdad, señora? Le quedaré muy agradecido.
—Pero
—añadió ella—, durante veinte años no recibirás de nosotros ni un centavo de
sueldo. ¿De acuerdo?
—Sí,
señora. Gracias, señora. Estoy de acuerdo en todo.
De esta
manera empezaron a transcurrir los veinte años, que pasó Gonsukê al servicio
del doctor. Gonsukê acarreaba agua del pozo, cortaba la leña, preparaba las
comidas y hacía todo el fregado y el barrido. Pero esto no era todo; tenía que
seguir al doctor en sus visitas, cargando en sus espaldas el gran botiquín. Ni
siquiera por todo este trabajo Gonsukê pidió un solo centavo. En verdad, en
todo el Japón, no se hubiera encontrado mejor sirviente por menos sueldo.
Pasaron
por fin los veinte años y Gonsukê, vestido otra vez ceremoniosamente con su
almidonado haori como la primera vez
que lo vieron, se presentó ante los dueños de casa.
Les
expresó su agradecimiento por todas las bondades recibidas durante los pasados
veinte años.
—Y
ahora, señor —prosiguió Gonsukê—, ¿quisieran ustedes enseñarme hoy, como lo
prometieron hace veinte años, cómo se llega a ser sennin y alcanzar juventud eterna e inmortalidad?
—Y
ahora, ¿qué hacemos? —suspiró el doctor al oír la petición. Después de haberlo
hecho trabajar durante veinte largos años por nada, ¿cómo podría en nombre de
la humanidad decir ahora a su sirviente que nada sabía respecto al secreto de
los sennin? El doctor se desentendió
diciendo que no era él sino su mujer quien sabía los secretos.
—Tienes
que pedirle a ella que te lo diga —concluyó el doctor y se alejó torpemente.
La
mujer, sin embargo, suave e imperturbable, dijo:
—Muy
bien, entonces te lo enseñaré yo; pero ten en cuenta que debes hacer lo que yo
te diga, por difícil que te parezca. De otra manera, nunca podrías ser un sennin; y además, tendrías que trabajar
para nosotros otros veinte años, sin paga. De lo contrario, créeme, el Dios
Todopoderoso te destruirá en el acto.
—Muy
bien, señora, haré cualquier cosa por difícil que sea —contestó Gonsukê. Estaba
muy contento y esperaba que ella hablara.
—Bueno
—dijo ella—, entonces trepa a ese pino del jardín.
Desconociendo
por completo los secretos, sus intenciones habían sido simplemente imponerle
cualquier tarea imposible de cumplir para asegurarse sus servicios gratis por
otros veinte años. Sin embargo, al oír la orden, Gonsukê empezó a trepar al
árbol, sin vacilación.
—Más
alto —le gritaba ella—, más alto, hasta la cima.
De pie
en el borde de la baranda, ella erguía el cuello para ver mejor a su sirviente
sobre el árbol; vio su haori flotando
en lo alto, entre las ramas más altas de ese pino tan alto.
—Ahora
suelta la mano derecha.
Gonsukê
se aferró al pino lo más que pudo con la mano izquierda y cautelosamente dejó
libre la derecha.
—Suelta
también la mano izquierda.
—Ven,
ven, mi buena mujer —dijo al fin su marido, atisbando las alturas—. Tú sabes
que si el campesino suelta la rama, caerá al suelo. Allá abajo hay una gran
piedra y, tan seguro como yo soy doctor, será hombre muerto.
—En
este momento no quiero ninguno de tus preciosos consejos. Déjame tranquila.
¡Eh! ¡Hombre! Suelta la mano izquierda. ¿Me oyes?
En
cuanto ella habló, Gonsukê levantó la vacilante mano izquierda. Con las dos
manos fuera de la rama ¿cómo podría mantenerse sobre el árbol? Después, cuando
el doctor y su mujer retomaron aliento, Gonsukê y su haori se divisaron desprendidos de la rama, y luego… y luego… Pero
¿qué es eso? ¡Gonsukê se detuvo! ¡se detuvo! en medio del aire, en vez de caer
como un ladrillo, y allá arriba quedó, en plena luz del mediodía, suspendido
como una marioneta.
—Les
estoy agradecido a los dos, desde lo más profundo de mi corazón. Ustedes me han
hecho un sennin —dijo Gonsukê desde
lo alto.
Se le
vio hacer una respetuosa reverencia y luego comenzó a subir cada vez más alto,
dando suaves pasos en el cielo azul, hasta transformarse en un puntito y desaparecer
entre las nubes.
¿Qué
pasó con la pareja? Eso nadie lo sabe, solamente el pino del jardín del médico
permaneció ahí hasta mucho después. Dicen que el comerciante Yodoya Tatsugoro
hizo traer ese gran árbol a su jardín para contemplar el paisaje de nieve del
pino.
* Según la tradición china, el sennin es un ermitaño sagrado que vive en el corazón de una montaña
y que tiene poderes mágicos, como el de volar cuando quiere y disfrutar de una
extrema longevidad.
Traducción
de Kazuya Sakai
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