El Valle
de los Leprosos
Los
primeros días de cualquier etapa en la vida suelen ser una mierda. Lo que
sucede es que, con el paso de los años, y para defendernos de los traumas,
vamos echando azúcar a los recuerdos amargos, y así tiramos hasta olvidar aquella
verdad que nos hizo daño. Es mejor echarle comedia al drama, y reírse de uno
mismo, para explicar el desastre que fue mi primer día en la universidad.
Todo
comenzó con una mezcla de nervios y alegría al entrar en el histórico edificio
de la Universidad de Barcelona. Como el que llega a la tierra prometida, por
fin me plantaba frente a aquellas majestuosas puertas de madera que se abrían
para darme la bienvenida. Al encontrarme entre sus muros, me pareció oír las
trompetas de una fanfarria, una música majestuosa que tocaban a la vez decenas
de instrumentos. Avanzaba con actitud solemne, pisando un terreno centenario,
entre decenas de alumnos, algunos de los cuales ya llevaban pancartas que
anunciaban futuras huelgas. ¡Qué pequeño e insignificante resultaba mi insti al
lado de aquellos techos altos como los de las catedrales góticas! Seguro que
mis pensamientos no pasarán a la posteridad, pero estoy tan orgulloso de haber
vivido mis años como joven aprendiz de filósofo en aquellos pasillos… Habré
caminado miles de kilómetros durante la carrera, de camino a la biblioteca, el
claustro, el bar, las clases y el paraninfo de esta universidad que, según
dicen, está entre las cien mejores del mundo. Lástima que no se tenga en cuenta
en el ranking la calidad de la contratación. La Universidad de Barcelona
tiene dos mil quinientos profes asociados, con un sueldo de cuatrocientos euros
mensuales. ¿En qué posición de esa lista estaría la universidad si sus
profesores tuvieran sueldos dignos?
La
verdad es que también podrían haber invertido un poco más en señalizar mejor
las aulas, porque entre los claustros, los pisos y la infinidad de pasillos
aquello parecía un laberinto, en el que iba tan perdido como si me hubieran
soltado en mitad de la selva del Amazonas. Pero yo era Pol Rubio, y no me
gustaba que se notase que no tenía ni idea de dónde estaba. Apretando los
dientes, caminaba aparentando seguridad en mí mismo, imitando la actitud de los
alumnos séniors, esos que tenían el culo pelado de aprobar y suspender asignaturas.
Pero la verdad es que yo era «el desorientao». Con esa falsa pose de
seguridad pasé hasta tres veces por delante de la misma aula sin saber si
realmente era la que me tocaba. En la tabla de horarios que había consultado en
el campus virtual decía: «Ética I» en el aula 118, con el profesor M. Bolaño.
¿Qué debía ser esa M? ¿Marcos? ¿Mauricio? ¿Martín? ¡Qué importaba! En aquel
momento, mi prioridad era encontrar la clase, aunque el profesor se llamase
Marcelino. Los nervios fueron a más, sobre todo cuando me di cuenta de que el
pasillo en el que me encontraba, el que daba al claustro, se estaba quedando
vacío después de que todo el mundo se metiera en sus aulas. Miré hacia todas
partes, desesperado, y apareció un tío que aparentaba tener diecisiete años. Cuando
pasó por mi lado me convencí de que debía de tener dieciséis. Iba bien peinado,
tenía cara de buen chaval, con cuatro pelos en el bigote, y parecía muy sensato
y estudioso. Vestía un polo de color amarillo y unos vaqueros cortos. Me resultó
extraño que llevase también un jersey fino de algodón, con el calor que hacía.
Lo veía tan niño que me imaginaba a su madre obligándolo a llevarse el jersey «por
si se estropeaba el tiempo». Fuera como fuese, le envié un SOS al más puro
estilo Pol Rubio, con pose de tío duro, sin aparentar ninguna prisa:
—Eh,
tío… ¿Sabes dónde es filo de primero?
—¡Sííí!
¡Yo también comienzo filo hoy! Es en esta clase —dijo señalando la puerta de un
aula sin número. Y entonces añadió:
—¿Tú
qué crees que es la M de M. Bolaño?
Me
pareció gracioso que tuviera la misma duda que yo, pero no tue tiempo de
contestar, porque abrió la puerta y entramos los dos. Podíamos respirar ese
ambiente de incertidumbre, de no saber qué íbamos a encontrarnos… La putada fue
que la clase estaba petada. Debía de haber más de ciento cincuenta personas.
Flipé mucho. «¿A tanta gente le gusta la filosofía?», me pregunté. No quedaba
ni un sitio donde sentarse. Con un vistazo de tres segundos repasé todos los
asientos, intentando con ansia encontrar un espacio, una «nada» donde descansar
mi culo. De pronto, me encontré en medio de dos chicas con pinta de motivadas,
que estaban sentadas en una fila de diez sillas. Sus mochilas ocupaban un par
de asientos, y con una mirada tuve suficiente para que entendieran que quería
hacerme con una de esas butacas numeradas para el gran estreno. Comencé a pedir
paso para llegar a mi destino, pero, cuando ya estaba a medio camino, el chico
del jersey fino se coló por el otro lado de la fila y en tres simpáticos pasos
se plantó allí antes que yo. El cabrón era tan delgado que la gente ni tenía
que apartarse para dejarlo pasar. Juraría que fue la primera vez que me puse
colorado. Sentía sobre mí los ojos de todo el mundo, y hasta me pareció oír
algún murmullo comentando el ridículo que acababa de hacer.
Y
en ese momento entró la profesora, algo que me salvó, porque los trescientos
ojos de la clase dejaron de enfocarme. Me resigné a apoyar la espalda contra la
ventana, saqué un folio de la carpeta, cogí un bolígrafo y me preparé para apuntar
algo que fuera interesante.
—Buenos
días… —dijo, sin muchas ganas, consciente de que le quedaba un largo curso por
delante—. Siempre hago la misma pregunta para inaugurar las clases, la verdad
es que sin mucha esperanza. ¿Conocéis el teorema de Pitágoras?
A
mí me sonaba el teorema, peor lo había olvidado, de manera que opté con
prudencia por callarme mientras el resto de la clase coreaba un «¡Sí!» que me
hizo sentir como si volviera a estar en la ESO. Entonces, el chaval del
pantalón corto se atrevió a levantar la mano y a iniciar una conversación de
alumno repelente, sin ni siquiera parar a coger aire.
—Hola…
Bueno, pues nada, que, en mi cole, de la parte matemática de Pitágoras solo
explicaron que para los pitagóricos los números son el principio de todas las
cosas, pero sobre todo nos centramos en la transmigración de las almas.
Brutal.
Toda la clase se partió de risa. Confieso que yo tampoco podía aguantarme,
sobre todo por ese tonillo de niño estudioso y aplicado. La profesora esperó a
que todo el mundo se callara antes de responder:
—Ah,
muy bien. Pues ya puedes transmigrar tu alma hacia filosofía porque esto es
matemáticas.
Entre
risas ensordecedoras, até cabos y noté un sudor frío en la frente que me
confirmaba el peor de los pronósticos: por culpa de aquel alien con Rebequita
nos habíamos equivocado de facultad. Me miró con la boca abierta y le devolví
la mirada mientras me preparaba para salir corriendo. En menos de tres
segundos, ya estaba fuera. Y allí, detrás de mí, tenía enganchado como una sanguijuela
a aquella especie de «hermano pequeño», con su carita de «lo siento».
—Bueno,
me he equivocado…
—Ya
lo sé, pringao.
Y,
de nuevo, a buscar desesperadamente la maldita aula 18, atravesando un largo
pasillo que parecía un enorme tablero de ajedrez. Las baldosas eran blancas y
negras, y yo, en ese instante, ansioso por no llegar tarde a mi primera clase
de ética, me sentía como el caballo que salta ligero entre torres y peones,
mientras un alfil con el jerseicito de mamá me pisaba los talones, a la vez que
trataba de reivindicarse dignamente.
—No
hace falta llamarme pringao. Me llamo Biel.
A
punto de llegar al balcón del claustro nos cruzamos con una mujer de unos
cincuenta años mal llevados, con pinta de profe veterana y un termo en la mano.
Parecía que también llegaba tarde a algún sitio. Le pregunté por el aula 118 de
filosofía y, tras repasarme con una mirada de cierto asco, se limitó a señalar
hacia el fondo del pasillo, más allá de la biblioteca. «Hostia, qué mal rollo
se respira en filo», pensé. Intenté olvidarme de la mala leche de aquella señora
y me apresuré, contento, ahora que por fin tenía localizada en el mapa la 118. Biel
y yo abrimos la puerta de la clase y vimos que, por fortuna, el profesor aún no
había llegado. Lo que me flipó fue el aula en sí misma: conservaba cierto aire
antiguo y decadente, con sus gradas de madera en el barniz desgastado y una
tarima elevada que crujía como la cubierta de un barco antiguo. Aquella sala te
transportaba a un pasado entrañable, con unos bancos que incorporaban brazos
donde poner la libreta y tomar apuntes. Dos grandes ventanales con vidrieras
dejaban entrar la luz del claustro. El único elemento moderno era una pantalla
enrollada en lo alto de la pared, y un proyector que pensé que utilizaríamos
muy poco, porque en filosofía una imagen no vale más que mil palabras.
Mientras
me esforzaba junto con un grupito de alumnos por encontrar un lugar donde
sentarnos, se hizo un silencio suave que me resultó reconfortante. Por primera
vez, el ambiente se convirtió en mi aliado, porque encajaba más con la idea de
clima filosófico que me había imaginado. Con el tiempo, he comprendido que el
silencio es fundamental para pensar bien.
Recuerdo
que para ser setiembre había un exceso de camisetas y pantalones oscuros. Hasta
me pareció ver a un flipao envuelto en una bufanda. Con la tranquilidad
que se respiraba en esa aula, pude encontrar un asiento. Eché un vistazo alrededor
y me sentí reconfortado por haber llegado antes que el profe. Biel se quería
sentar a mi lado. Lo miré de reojo, pensando que, otra vez, el destino me
quería jugar una mala pasada… Y, efectivamente, cuando Biel estaba dando el
último paso antes de sentarse, tropezó y cayó al suelo con su jersey y su
carpeta. Se me escapó la risa. Un tío que estaba delante de mí, con aspecto de
pijo, me miró con cara de mala leche.
—Bueno,
no te rías tanto y ayúdalo, ¿no?
Nunca
me ha gustado que me pongan en evidencia. ¿Y a quién le gusta? Mi mirada de
odio hacia el pijo de cabello alborotado tenía tanta mala leche como la de un
vegano a un churrasco. El tío tenía una de esas poses altivas, lo que me
provocaba un rechazo automático. Parecía mayor que yo. «Debe de tener
veinticinco años», pensé. Quizás aquel capullo tenía razón y debería haber
ayudado a Biel, pero ahora no tenía ninguna intención de seguir su amarga
sugerencia. El torpe de Biel ya era mayorcito para espabilarse solo. Se levantó
avergonzado y me susurró algo que nunca olvidaré:
—Es
que… soy sietemesino y a veces me caigo.
Entre
una cosa y otra, el panorama de aquel primer día no era muy alentador. Sentado junto
al chaval gafe, y detrás del marqués de Ralph Lauren que me daba lecciones de
ciudadanía. Y, para acabar de estropear un día horribilis, entró la
esperada M., que no era otra que la señora que me había indicado dónde estaba
el aula 118. La señora M. debía de ser de cuidado, porque sabía que íbamos a la
misma aula. Al verme con el prematura con cara de ansiedad debió de pensar: «Vaya
par de pringaos». Ya que íbamos a la misma aula, ¿por qué no había dicho
un simple «Te acompaño, voy hacia allí, soy tu profesora»? O algo similar, algo
que mostrase un poco de simpatía. Desde el momento en que M. cruzó la puerta,
vi claro que no le apetecía nada intimar con sus alumnos. Distante, con gesto
altivo, subió a la tarima poco a poco, haciendo crujir la vieja y sufrida
madera y provocando un aire de respeto en la sala. Lo primero que dijo fue:
—¡Me
encanta el sonido de la decadencia!
A
continuación, escribió su nombre en la pizarra. María Bolaño. Biel y yo cruzamos
una mirada fugaz: por fin sabíamos qué quería decir la puñetera M. Con aire de dignidad,
repasó las caras que la observaban y, tras un silencio dramático, dijo:
—Bienvenidos
a la Facultad de Filosofía. Una enorme fábrica de parados.
La Bolaño
se sentó, con fingido gesto de cansancio, en una silla que se inclinaba un poco
hacia atrás, y siguió con la rajada del siglo, añadiendo nuevos adjetivos a los
recién matriculados en filo:
—Melancólicos,
desheredados, alcohólicos, porreros, intelectualoides y gente de mal vivir.
Aquel
tono descreído e irónico, que transmitía experiencia, comenzaba a seducirme. Entonces,
la Bolaño dio un golpecito en la mesa, y pasó a recordar su temario de ética y
las diversas escuelas de pensamiento:
—…
y tiene que seguirse a rajatabla, y si no les parece bien, salgan ahora mismo y
organicen la enésima huelga contra el Plan Bolonia, a ver si consiguen algo. Aunque
ya les vaticino que la batalla de las humanidades está más perdida que la de
Galípoli.
Se
le escapó una sonrisa maliciosa y provocadora, que nos dejó claro que estábamos
ante una profesional quemada y pesimista. Sin sacar ni un solo libro o apunto,
nos explicó la primera lección, relacionada con la moral y la ética. Vi cómo los
demás se apresuraban a copiar todo lo que decía, como si hubieran entendido de
forma automática que aquello era una clase magistral. Para mí se había
terminado lo de pedirle fotocopias a Joan Capdevila, o intercambiar apuntes por
pitis con el Vilaseca. Estaba claro que, a partir de ahora, debería
currármelo mucho y no pedir favores. Y no lo tendría fácil. Estaba acostumbrado
a escuchar al profesor y a no utilizar el bolígrafo más que para morder la
punta, y la Bolaño me cogió por sorpresa, desesperado por cazar sus palabras
como el que intenta atrapar moscas con las manos atadas. Me vio tan preocupado
que, por un momento, interrumpió su discurso sobre la moral y me habló con
brusquedad:
—¿Se
encuentra bien, joven? Lo veo estresado. ¿Hacemos un descansito? —preguntó con
un tono ciertamente irónico.
Mi
respuesta, instintiva y un poco gilipollas, fue pronunciar mi nombre:
—Pol
Rubio.
Risas
generalizadas, esa sensación de haber hecho el ridículo. Ahora era mi turno. ¡El
sietemesino y yo parecíamos almas gemelas! La Bolaño tomó aire y, clavándome la
mirada, volvió a hacer de las suyas:
—Mire
usted… Esto es como el Valle de los Leprosos de la película Ben-Hur.
Aquí no tenemos nombre.
Tras
una pausa que utilizó para mirarme de arriba abajo, preguntó a toda la clase:
—¿Es
ético discriminar a los feos para ganar dinero?
Alucinante.
Parecía que se había inspirado en mí para hacer esa pregunta… ¿Pero por feo o
por guapo? La Bolaño nos observaba con toda la calma del mundo, esperando que
alguien abriera el debate. En ese momento, sentí una mirada fija que se clavaba
en mí. Era una chica de mi edad, sentada en la fila de atrás. Me observaba con
curiosidad, con una sonrisa pletórica. Me señaló con el dedo y dijo con un
musical acento argentino:
—Respondé
vos, que sos tan guapo…
¡Increíble!
Ya no sabía si la argentina me estaba tirando la caña o se estaba riendo de mí.
¿Era normal que me dijera aquello, sin conocerme de nada? La Bolaño —que seguro
que no había oído lo que dijo la argentina— le preguntó si se le ocurría alguna
respuesta. La chica respondió con valentía lo que pensaba:
—Las
empresas se sirven del físico de las personas para ganar dinero. Así venden
más, está comprobado. Los guapos generan confianza en el consumidor.
—¿Y
qué pasa si un día nos tienen que operar del corazón? ¿Nos importará si el
doctor es feo? —replicó la Bolaño—. ¿Sería justo que un hospital seleccionara al
personal en función de su belleza? Lo justo sería que a todos, feos y guapos,
nos trataran de igual manera. Por ejemplo, a mí me deberían contratar de modelo
para una marca de vaqueros. Me quedan estupendamente.
Se
me escapó una risa exagerada. Si tan solo me hubiera reído discretamente, como
los demás… pero no. Todo el mundo paró de reírse de repente cuando el periscopio
de la Bolaño se detuvo a la altura de mi asiento. Estaba claro: sin darme
cuenta, me había convertido en un blanco perfecto. Fueron cinco interminables segundos,
en los que me costó tragar saliva, hasta que la llegada del torpedo definitivo
terminó de hundirme.
—¿Acaso
le divierte que mi culo sueñe con anunciar tejanos?
—No,
no, qué va…
—Todos
soñamos… Usted, señor Rubio, quizá sueña con ser catedrático de esta universidad,
pero puede que acabe vendiendo pantalones.
Fue
un zasca descomunal. No sabía dónde meterme. Se ha de reconocer que la Bolaño
estuvo especialmente elocuente y divertida. Así fue como, a partir de aquella
mañana, «la Bolaño» y yo establecimos una relación extraña, pero estrecha. Y mi
nombre, Rubio, o Pol, lo pronunciaría muchas veces en aquella aula, como
recuerdo que acostumbraba a hacer Merlí cuando veía que podía sacar provecho de
unos jóvenes que no solían hacer preguntas.
Mi
primer día estaba yendo de pena. ¡A mí, que hasta entonces había sido el líder que
no necesitaba saludar a nadie porque los demás se me acercaban con la mano
extendida! Era el popular, el que se hacía el amo de las conversaciones más
divertidas, el preferido de filo, que siempre intervenía en clase con
reflexiones interesantes. Y ahora, después de la hecatombe en la clase de
matemáticas, después del trauma con la Bolaño y con la argentina de ojos
azules, me sentía tan poca cosa…
Al
salir de clase encendí un piti y me lo fumé en tres caladas, para apagar
unos nervios que volverían a encenderse enseguida en la siguiente clase: Lógica.
Esta vez no me equivoqué de aula. Tenía ante mis narices una referencia inapelable,
una placa donde se leía «Aula 121». Frente a la puerta estaban conversando los
tres mosqueteros que había conocido antes: Biel, la argentina y el tío idiota
que parecía el hijo de un embajador. Se había añadido al grupo una chica de
unos veinte años, con pinta de maja y vestida de forma un poco alocada. Me acerqué
al grupo con disimulo y me pareció que, de repente, todos se callaban. Estaba sugestionado,
estaba claro. Daba igual. Tenía que continuar con el día y encarar con optimismo
la clase de Lógica. El profe de Lógica, Xavier Vidal, también era el decano de
la facultad. Según decían, tenía la costumbre de vomitar reflexiones
indescifrables para darse importancia. Por desgracia, nada más entrar al aula,
se confirmaron los rumores:
—Una
partícula es veritativo-funcional cuando la verdad o la falsedad del enunciado
compuesto depende exclusivamente de la verdad o la falsedad de los enunciados
simples que componen el argumento.
Y,
observando con una sonrisa maliciosa nuestras caras de desconcierto, añadió:
—No
me pongáis mala cara porque esto es lo más fácil que vamos a dar en lógica.
Entre
el grupo de alumnos resonó un murmullo trágico como el de un coro griego. A Vidal
le gustaba escucharlo, porque le encantaba demostrar, con cierto aire de looser,
que sabía más que nadie. Hasta diría que lo ponía cachondo. En ese momento,
eran las 12.35. Y a las 13.30 aún no se había callado. Seguía llenando nuestras
cabezas con «argumentos lógicamente correctos, premisas falsas, valores de
verdad y conjuntos vacíos». ¿Dónde coño me había metido?
La
chica que había estado hablando con Biel y los demás fuera de clase pidió
permiso para interrumpir al monstruo que se estaba comiendo nuestras neuronas:
—Una
pregunta… ¿El examen será difícil?
¡Por
fin alguien hacía un comentario con sentido! La incomodidad general se
convirtió en una aprobación unánime. Esperábamos algo como: «No os preocupéis,
la lógica es complicada al principio, pero los exámenes serán fáciles porque
tengo en cuenta que os cuesta, y os dejaré que llevéis los apuntes». ¡Y una
mierda! Se recostó sobre la mesa y respondió a su alumna con firmeza:
—¿Tú
de qué guardería sales, guapa?
Pero
ella insistió.
—Bueno,
es que la cosa parece complicada, tanto argumento correcto y tanta historia. Solo
preguntaba…
Vidal
la miró mordiéndose la lengua y, sin contestarle, se puso a escribir en la
pizarra fórmulas que parecían matemáticas, pero con letras, del tipo: «“p” y no
“q”, si y solo si “r” y no “s”». Y justo después, esto: «Todos los hombres son
mortales. / Sócrates es mortal. / Sócrates es un hombre».
—Dos
premisas verdaderas y una conclusión verdadera. ¿Argumento correcto e
incorrecto? —preguntó con media sonrisa.
—Correcto
—respondimos todos con voz tímida y débil.
Pues
no. Vidal, con su tono seco, agrio y marcial, dijo que de correcto nada. Se trataba
de un argumento incorrecto. ¿Incorrecto? ¿En qué se basaba? ¡Si todos los
hombres son mortales, y Sócrates es mortal, entonces, Sócrates es un hombre!
¡Para mí estaba clarísimo! Desanimado y con el estómago revuelto ante el
panorama de una asignatura que era cualquier cosa menos Lógica, crucé una
mirada con la chica valiente. Ella me contestó con una sonrisa de resignación y
complicidad. Ninguno de los dos nos sentíamos preparados para enfrentarnos a los
argumentos de la lógica proposicional. Pero de los dos, el que estaba peor era
yo. Mi careto de dolor mental la preocupaba. Mi estómago quería expulsar el
bocata que me había comido por la mañana. ¿No decían que en la universidad no
había que pedir permiso para salir de clase? Pues eso es lo que hice. Me levanté,
aguantando las ganas de vomitar encima de mis compañeros, que se dieron cuenta
de que no me encontraba bien y se apartaron para que no les cayera la pota
encima.
Por
suerte, encontré unos lavabos cerca. Entré dando un portazo, y en el primer
váter lo saqué todo: el bocata, los nervios, el malestar… Tuve la sensación de
haber vomitado al mismísimo Sócrates. Allí, escupiendo, sentado en un lavabo
que nadie había limpiado en días, me vino a la cabeza mi propia imagen en la
clase de los peripatéticos, cuando me levantaba gritando aquello de «¡Vamos,
toroooo!» que tanto gustaba a mis colegas. Pero aquella mañana no levantaba
cabeza. No había forma. El toro se había convertido en un perro abandonado, sucio,
solitario y patético. Después de enjuagarme la boca mil veces y de lavarme la
cara y las manos, me miré en el espejo. En aquel momento, entró en el lavabo de
tíos la chica que había hecho la gran pregunta.
—¿Te
encuentras mejor? ¿Te apuntas con nosotros al bar? Me llamo Oti.
Haciendo
todo lo posible por disimular mi derrota, le contesté como si me importase muy
poco hacer amigos.
—Pse…,
estoy bien. Vamos al bar, si quieres.
Y
nos fuimos hacia el bar de la facultad. Por el camino, me iba encontrando mejor,
porque Oti me distraía con su rollo autobiográfico: que si vivía en Sant Esteve
de Palautordera, que si había conocido por primera vez Barcelona y estaba encantada
con el sonido de las ambulancias y de la policía… Se sentía como si se
encontrase en el Bronx, y eso le daba alegría a su vida. Seguramente —pensé—,
en su pueblo nunca pasaba nada, o quizá sí: una vaca, de vez en cuando… Lo
cierto es que yo estaba encantado de escucharla porque me hacía olvidar la
angustia de aquella mañana infernal. Ir conociendo su vida me resultaba inútil,
incluso me divertía. Por primera vez en todo el día, comenzaba a cumplir una
expectativa que me satisfacía: conocer a alguien con quien tomar un café,
sentarme en un bar y observar a la gente. Pero la satisfacción se fue a la
mierda. Oti se sentó justo a la mesa en la que estaban Biel, el pijo repugnante
y la argentina elocuente. Y los tres, coordinados como un equipo de natación
sincronizada chino, se interesaron por mi estado con un simultáneo: «¿Has
vomitado?».
No
era cuestión de pasar a la historia como «el tío que vomitó en Lógica». Pero la
excusa que di, una llamada urgente, provocó un alzamiento de cejas del tío de
pelo largo, que se llamaba Rai, Rai Casamiquela. El niño de casa bien, que por
primera vez me dedicó una sonrisa bonita que me hizo pensar que no era tan
impertinente. La argentina nos explicó que había llegado de su país hacía dos
años, y que por fin se había decidido a estudiar. Estaba harta de su empleo de
camarera en un bar, y muy pendiente de una beca para trabajar por las tardes en
la biblioteca de la universidad. Aquel había sido para ella el año de las
grandes decisiones. Mientras tanto, Biel escribía nuestros nombres en su
agenda: Pol, Oti, Minerva, Rai, Biel. Lo miramos con curiosidad y, tras un breve
silencio, nos dijo que había penado que podríamos formar un grupo de estudio. Los
cuatro nos cruzamos miradas y estuvimos de acuerdo. Yo recibí la propuesta con
cierta distancia y escepticismo, pero estaba claro que, si quería encajar en
aquel grupo extraño, tendría que relajarme y confiar desde el principio. Los cinco
acabábamos de aterrizar en un planeta nuevo y todavía por explorar. Por lo tanto,
si pretendía sobrevivir un día más en la facultad, no podía ir de solitario.
Rai
se levantó de golpe, como si tuviera prisa, dijo adiós y se marchó. Me pareció
un poco raro, y estoy seguro de que mis compañeros pensaron lo mismo. Pero ¿qué
más daba? Lo importante era que, por la inercia natural, al día siguiente nos
juntaríamos los cinco para sentarnos en clase, o para hacer pellas, o para lo
que fuera necesario… Yo también pensé que era el momento de volver a casa. El problema
es que me di cuenta entonces de que la cartera que había sobre la mesa se
parecía mucho a la mía, pero no lo era. ¡Era la de Rai! Se había equivocado de
cartera. Me cagué en todo. Tenía dos opciones: esperar al día siguiente —cosa
que me recomendaron mis compañeros— o mirar su dirección en el DNI e ir a
recuperarla rápidamente.
Me
costó más de media hora llegar a la Avenida Pearson. Por primera vez, pisaba el
barrio más rico de la ciudad. Apoyado en la reja de la mansión de Rai, vi en la
calle a chicas vestidas de uniforme que cuidaban de niños pequeños. También me
fijé en los coches de alta gama, conducidos por chóferes. Todo parecía más
limpio y cuidado que en otros barrios de Barcelona. Cuando llamé al timbre de
la casa de Rai sonó música clásica. Después de esperar un buen rato, un hombre
vestido con mono de jardinero abrió la puerta y, con un inconfundible acento
mexicano, me preguntó:
—¿Amazon?
¡Apúrese! ¡El vino que les encargamos llega con dies años de demora!
—No.
Amazon no. Soy Pol, de la universidad. ¿Puede avisar a Rai?
Después
de mirarme con una desconfianza que me resultó cómica, me invitó a pasar.
¡Hostia, menudo casoplón tenía Rai! Alfombras en el suelo, paredes decoradas
con cuadros antiguos y —lo que más me flipó— una escalinata majestuosa que
subía hasta los pisos superiores. Desde el recibidor se accedía a dos grandes
salones al estilo de Las mil y una noches. Adornos dorados, mármoles…,
todo un poco excesivo, pero en aquel momento era como entrar en el palacio de
Versalles. Rai se presentó en bañador, mojado. Parecía que no le importaba ir
dejando un rastro de agua, seguramente porque ya lo fregarían el jardinero o la
asistenta.
—¿Qué
haces aquí?
—Tienes
mi cartera.
—¿Yo?
—Joder,
compruébalo, si yo tengo la tuya, tú debes de tener la mía. Te habrás confundido.
—Ven,
acompáñame.
Lo
seguí escaleras arriba. Me sentía extraño, pero a la vez me encantaba pisar
aquellas moquetas, apoyarme en la barandilla dorada y estar rodeado de tapices
carísimos. Su habitación era más grande que el comedor, la cocina y el recibidor
de mi casa juntos. Era la primera vez que veía una cama que no tenía el cabezal
contra la pared, sino que estaba en mitad de la habitación, a cuatro vientos. El
cabrón tenía una nevera vintage de Coca-Cola como mesita de noche. Una gran
ventana iluminaba generosamente la sala y pensé en que yo me había pasado la
vida durmiendo en una madriguera. ¿Aquello qué era, la habitación de un tío joven
o un hangar del Área 51? Sobre un sofá chéster, en el que se apilaban una
decena de camisas perfectamente planchadas, encontré tirada mi cartera. Nos miramos,
y realizamos el intercambio tan rápido que me recordó la época en que hacía de
camello. Pim pam, una bolsita de maría, un billete, y no hacía falta ni decir
adiós. Pero eso eran otros tiempos. En ese momento, estaba en la mansión de un
compañero de clase millonario que… ¿también estudiaba filosofía? Algo no
cuadraba. ¿Qué hacía un niño de papá de clase alta como ese en la universidad
pública, cuando podía permitirse el lujo de estudiar en Harvard? Era una idea
desconcertante, como también lo fue la propuesta que me hizo:
—Vamos
a darnos un bañito en la piscina.
Como
en vez de preguntármelo lo dio por hecho, no me salió de los huevos aceptar su
orden y me negué con un movimiento de cabeza, acompañado de una radiante sonrisa
de desafío. El hecho de ponerme el traje de baño de un extraño, me quedase
grande o pequeño, no me seducía.
—Venga,
tío, ¡que tengo un montón por estrenar! Puedes coger el que quieras, te lo
pruebas y te lo quedas.
—Que
paso de bañarme. He venido a por la cartera y punto.
Rai
no tuvo más remedio que aceptar mi rotunda negativa con cierta decepción, pero
se mostró educado y paciente. A lo mejor entendió que aquello era demasiado
para mí, y no quiso forzar una situación incómoda. Bajamos la escalera
rápidamente camino de la salida, pero Rai giró a la derecha por el gran
recibidor y me hizo salir a un frondoso jardín que dejaba entrever una piscina
rodeada de madera, con el fondo azul marino, y que debía de estar a la temperatura
ideal. «O sea —pensé— que este tío vuelve cada día de la uni y se lanza de
cabeza a esta piscina mientras el resto de los mortales aguantamos los últimos calores
del veranillo de san Miguel…».
Allí,
medio escondido entre las buganvillas, cortaba el césped Henry, que era como se
llamaba el mexicano. Aquel fue un día de primeras veces, pero desde luego no entraba
en mis planes que fuera la primera vez que sentía el olor del césped recién
cortado. Si cierro los ojos, puedo olerlo otra vez. Y si me concentro todavía más,
puedo recuperar el momentazo de Rai quitándose el bañador y enseñando el culo,
antes de tirarse al agua, como diciendo: «¿De verdad no te quieres bañar? Pues
tú te lo pierdes». Ufff… El cuerpo de Rai no era como el de Bruno. Rai era un
tío delgado, uno que no tenía ninguna necesidad de cuidar sus músculos. Al ver
su culo, deseé tener en mis manos una máquina del tiempo para poder rectificar
la conversación de la habitación: «Vamos a darnos un bañito en la piscina», «Venga,
sí, vamos».
Qué
va. Ni piscina ni bañito ni nada. Henry me acompañó a la salida mientras Rai
buceaba. Y de repente, ya estaba en la calle. La sucia y vulgar calle. Pensaba que
había perdido una buena oportunidad con aquel millonario provocador que cada
vez me molaba más y que ya incluso consideraba guapo. Bajando por la avenida,
de vuelta al mundo real, hice balance de mi inicio en la universidad. A lo
mejor el día no había sido tan desastroso, después de todo. Lo había pasado mal,
pero todo está bien si acaba bien. Había conocido un pequeño grupo de gente
que, mirándolo bien, se habían interesado en mí. ¿Había sido injusto con Biel?
¿Me habían afectado demasiado los comentarios de Rai y Minerva? Era normal que,
con los nervios a flor de piel, estuviera un poco susceptible. Me encontraba en
otra dimensión. Un lugar donde nadie tenía prejuicios hacia mí. Donde yo
tampoco me veía obligado a prejuzgar a mis compañeros. Donde podía,
sencillamente, relajarme y concentrarme en lo que quería de verdad: aprender. «Sapere
aude», había dicho la Bolaño citando la frase del filósofo Horacio. Atrévete
a saber. Si lo había dicho Kant a finales del siglo XVIII era por algo: «Sé valiente y sírvete de tu propia
razón. No seas perezoso, no esperes que otros razonen por ti. Aplica tu sentido
de la responsabilidad y ejerce el pensamiento crítico». Eso era la Ilustración
según Kant, y ese mensaje no era sino el legado de Merlí. El mismo que nos
decía cuando gritaba aquello de: «¡Quiero que reflexionéis, que dudéis, quiero
que lo cuestionéis todo, cojones!». Nos estaba diciendo «Sapere aude»
con sus palabras y su tono particular.
Ocupado
en estas reflexiones, me crucé con un gato negro que me miraba fijamente. Me arrodillé
y comencé a hacer eso que siempre he criticado en otras personas, hablar con
los animales.
—¿Y
tú qué? ¿Te has perdido? —le dije mientras lo acariciaba—. ¿Tienes nombre o,
como dice la Bolaño, formas parte del Valle de los Leprosos?
Tenía
muy claro que no me lo llevaría a casa —solo le faltaba a Alfonso descubrir que
tenía alergia a los gatos—, pero me vinieron a la mente nombre de filósofos
para bautizar al animal: Kant, Hume, Thoreau… Sócrates. Y entonces, con ese
nombre, recordé la discusión de lógica que me había revuelto el estómago: «Todos
los hombres son mortales. / Sócrates es mortal. / Sócrates un hombre».
Ahora
lo veía claro: era un argumento incorrecto. Porque Sócrates podía ser un gato.
Lozano,
H. (2020). Yo, Pol Rubio. Barcelona, España: Editorial Planeta, S. A.
(pp. 77-100).
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